Capítulo VII

66 14 12
                                    

Me senté en la cama, respirando pesado. El movimiento repentino envió grandes olas de dolor a través de mi cuerpo. Apreté mis dientes y cerré mis ojos, intentando controlar las náuseas que se alzaron en mi interior. Pequeños pedazos borrosos de recuerdos empezaron a reproducirse en mi mente, y las palabras del demonio volvieron a mí ahora que mi conciencia estaba despierta.

Lucifer me quería y él no pararía hasta tenerme, de eso estaba segura. No había ninguna duda en mí de que él cumpliría se promesa de hacerme sufrir por la eternidad, hasta que me rindiera ante él. Ya lo ha intentado tantas veces los últimos miles de años, pero anoche estuvo más cerca que nunca.

Un suspiro dejó mis labios cuando recordé lo único bueno que había pasado esa noche. Miguel estaba de vuelta.

Me levanté de la cama, ignorando las protestas de dolor de mis músculos, y fui en busca de mi ángel. Dejé mi habitación y bajé las escaleras, tomando los peldaños uno a la vez con la mano aferrada al barandal. Cuando alcancé la sala, las memorias de lo ocurrido tocaron la puerta de mi mente, exigiendo entrar. La promesa de cazarme en mis sueños permanecía en el aire como una amenaza. Esté lugar ya no sería lo mismo otra vez, estaba manchado con su presencia oscura.

Todos mis pensamientos se desvanecieron en el aire cuando encontré a Miguel frente a la chimenea, sentado en el duro suelo de madera con sus rodillas alzadas y su cabeza inclinada entre sus piernas. La visión del fuego ardiendo frente a él, empapando su piel blanca y pelo marrón con olas doradas, era tan hermosa, pero tan errónea a la misma vez. Miguel lucía vencido, como un ángel caído.

Caminé hacia él y me senté con cuidado a su lado. Mi dolor era físico, pero el de Miguel corría más profundo, adentro de su alma. Dios sabía que, si había alguien que conocía el dolor personalmente esa era yo. Ya había amaestrado el arte de la agonía con el pasar de los años.

Miguel no alzó su cabeza, ni reconoció mi presencia de alguna otra forma, así que solo me quedé a su lado, en silencio.

—Deberías de estar en cama, descansando—. Su vos me exaltó, sacando un gruñido de mis labios por el repentino movimiento.

—Lo estaba, pero necesitaba verte, así que vine en busca de ti —respondí calmadamente.

—Creo que este sería el momento donde te pediría perdón, pero no sabría cómo.

—¿Por qué lo sientes? —le pregunté, confundida.

Una carcajada seca y sin humor dejó sus labios.

—Por todo. Por ser un cobarde. Por dejarte sola y por no haber estado aquí cuando me necesitaste. Ese demonio no te hubiera herido si yo hubiera estado aquí, Lilly.

Una sonrisa oscura jugó con la expresión de Miguel y sus ojos se endurecieron. Una promesa de peligro revoloteó en ellos.

—Era mi deber mantenerte a salvo y te he fallado. Hice la promesa de no dejar que te encontraran. Rompí mis propias creencias y, ahora, mi propia promesa a causa de mi egoísmo.

Sus palabras me confundieron. Miguel no era un hombre egoísta. Tampoco le creía capaz de romper algo tan sagrado como una promesa, y no había nada más importante para él que sus creencias. La Ley Celestial marcaba su vida y guiaba sus pasos.

Movió sus ojos de las furiosas llamas que agrietaban la madera ardiente y los fijó en mí. Coloqué mi mano sobre su antebrazo, ignorando la forma en la que sus músculos se flexionaron bajo mi palma.

—No eres un cobarde, Miguel. Jamás he conocido un hombre tan valiente como tú. Un ángel tan valiente como tú. —Volteé mi cuerpo por completo hacia él, buscando en sus ojos aceptación a mis palabras—. No me importa porque te fuiste, todo lo que importa es que estás aquí ahora, conmigo. Lo que pasó anoche era inevitable. Lucifer me iba a encontrar eventualmente. Estoy aquí y libre de un infierno, gracias a ti.

Una sonrisa agridulce transformó sus labios.

—Ese demonio no te habría encontrado si yo hubiera estado aquí.

Suspiré resignada. Estaba claro que las palabras serían inútiles en ese momento. Miguel se reusaba a creerlas.

Sus ojos recorrieron mi rostro, pausando en cada uno de mis rasgos como si estuviera guardándolos en su memoria para siempre. Mi boca se abrió y, sin mi permiso, mi lengua rozó mi labio inferior. Los ojos de Miguel siguieron el movimiento con una mirada oscura que estuvo a punto de deshacerme.

Ambos no quedamos ahí, petrificados en el momento, sosteniéndonos la irada como si de un ganador se tratara, esperando a que alguno de los dos reaccionara a la fuerte atracción que nos atraía como imanes colocados en polos opuestos. Sabía que no sería Miguel, eso estaba claro, así que en ese momento decidí tirarlo todo por la borda y hacer lo que mi corazón, mi alma y mi cuerpo me pedían a grito.

Incliné mi rostro hacia el suyo y rocé mis labios contra su boca suavemente. Se suponía que solo sería un simple roce destinado a saciar mi hambre, pero cuando nuestros labios se tocaron y el calor de su cuerpo alcanzó el mío, encendió mi alma en llamas. su labio inferior suavemente, haciéndolo gruñir en respuesta. Profundicé el beso y mordí su labio inferior suavemente, causando que Miguel gruñera en respuesta.

Miguel envolvió sus manos alrededor de mi cintura y me atrajo hacia él, su lengua saboreó las paredes de mi boca. Incliné me cabeza para besarlo con más profundidad y gemí cuando su sabor inundó todos mis sentidos. Ola tras ola de placer tomaron posesión de mí mientras, causando que apunara la tela de su camisa en mis puños para estabilizarme. La boca de Miguel demandaba la mía con un beso feroz, haciéndome temblar desde adentro hacia fuera. Era tan incorrecto, pero, a la vez, se sentía tan perfecto.

Nuestras lenguas empezaron a danzar en sincronía, luchando por controlar el ritmo del beso sin ninguna de las dos estar dispuestas a rendir el poder. Moví mis manos sobre su pecho y hombros anchos hasta envolverlas en su cuello. Mis dedos recorrieron su pelo suave, atrapando las suaves edras entre mis dedos. Las manos de Miguel empezaron a vagar por mi cuerpo, deteniéndose en mí cintura. Tomamos cuanto pudimos el uno del otro sin apartar nuestros labios, retando a la cruda realidad con nuestras acciones sin atrevernos a romper el pecado que nos unía.

Una de las manos de Miguel subió hasta acunar la parte trasera de mi cabeza apretando nuestros cuerpos sin dejar ni un centímetro entre nosotros. Mi mente daba vueltas y mi cuerpo no quería renunciar a las protestas de dolor, pero, en ese momento, no me importaba. Tolo lo que necesitaba para respirar estaba ahí, entre sus brazos.
Podía sentir mis pezones endurecerse mientras los presionaba contra el pecho de Miguel, y un ardiente deseo se acumuló en mi vientre.

Pero no era suficiente, necesitaba más.

Miguel rompió el beso y comenzó a descender por mi garganta, chupando y besando cada centímetro de la piel sensible a su paso. Gemí de placer, y me aferré a sus hombros para mantener el equilibro. Sus labios siguieron el mismo camino hacia el borde de mi camisón y de vuelta, una y otra vez. Un gruñido de frustración escapó de mí. Enredando mis manos nuevamente en su cabello, atraje sus labios hacia los míos y lo besé apasionadamente.

Mis manos se liberaron y bajaron por el pecho de Miguel desesperadamente, mis dedos temblorosos intentaban encontrar el borde de su camisa para arrancarla de su cuerpo.

Sentí el cambio en su postura incluso antes de que tomara mis manos y se apartara de mí en las suyas. Un gimoteo de protesta se escapó de mi boca.

—Lilith —susurró Miguel, su voz se escuchaba ronca de arrepentimiento.

Cerré mis ojos por unos segundos e intenté con todas mis fuerzas oprimir mi dolor.

—No. No te atrevas a decir que lo que sucedió fue un error. Sé lo que significa para ti el estar con alguien como yo.

—¿Alguien como tú? —preguntó con confusión—. ¿Qué quieres decir?

Sonreí tristemente, acariciando su mejilla antes de dejar caer mis manos hacia los lados.

—Alguien no digna de ti. Tu eres un Arcángel, Miguel, y yo solo soy una Condenada.

• • •

Oops! Fue un desliz.

Perdonadme, Padre, por hacer que tu hijo se besara con una Condenada.

Lilith (Almas Perdidas Libro 1) √Donde viven las historias. Descúbrelo ahora