Mi príncipe azul
Christine
—¿Listo? —pregunta el oficial y afirmo extendiendo el móvil.
—Gracias —Recibe mi móvil y lo regresa al cajón.
No tiene por qué ayudarme. Si lo hace, obedece a la amistad que existe entre él y mi padre. Una amistad de la que me estoy aprovechando y no me importa. Tenemos derecho a una llamada, que hicimos, pero que no tuvimos la ayuda que requeríamos.
El primero en usarla fue Vincent y la usó para llamar a su novia. Le dijo que estaba en la estación, pero que no era necesario venir por él. Al colgar, fue claro en decirme que no llamaría a nuestros hermanos.
"—Tienen prohibido ayudarnos ¿Lo olvidaste?", me recordó.
No lo olvidé, solo imaginé que fue dicho en un acto de enojo. Al recibir la mía, decidí contactar a Alexandra.
"—¿Estás donde imagino?", fueron sus primeras palabras y al decirle que estaba en lo cierto fue enfática. "—Papá tiene razón, es hora de empezar a ser duros contigo, porque sé que eres el cerebro detrás de todas las locuras." Además, de asegurar que el castigo eran cuarenta y ocho horas. Sí, éramos valientes para arriesgar nuestra vida, que lo fuéramos para aceptar las consecuencias de nuestras acciones.
—No debería ayudarles, pero tengo hijos —responde en tono firme el hombre al verme.
Consciente de lo delicado de mi situación, guardo silencio cuando estira de nuevo las esposas pidiendo mis manos. Nuestro encarcelamiento fue por ser pillados en medio de piques ilegales. En esta ocasión Vincent no participaba, hace mucho tiempo dejó de hacerlo. Era yo quien me rehusaba a dejar esas prácticas.
—Su enojo ha durado en esta ocasión —susurra instalando de nuevo las esposas.
El metal en mi piel causa escozor en mi alma y la frialdad con que soy tratada mancilla de alguna manera mi humanidad. Es la segunda vez en una semana estoy en esta situación, en calidad de detenida. Las veces que he estado aquí se cuentan por decenas y en todas había logrado salir ilesa gracias a los contactos de mi padre.
Así fue hasta hace una semana.
Hace ocho días, Alexis llegó a nuestro rescate cuando papá se negó a hacerlo. Antes que él, lo hizo Alexandra, Marck, Mauren y mamá. Sin darnos cuenta, fuimos agotando aliados y quedando solos. En esta ocasión, mis hermanos decidieron no intervenir y dejar en manos en nuestros padres todo.
Veinticuatro horas llevábamos en la estación cuando solicité a uno de los oficiales hacer una llamada desde mi móvil. Tanto el mío como el de Vincent estaban en uno de los cajones de los uniformados. Aceptó luego de muchos ruegos y luego de prometer sería mensajes, no llamadas.
Existía una sola persona que podía ayudarnos, aunque eso involucraba tener que dar explicaciones.
—Es la última vez que me verá en este lugar. —sentencio luego de mucho silencio y tuerce sus labios en una mueca de disgusto.
—¿Cuántas veces se lo han prometido a sus padres?
Debí aclararle que la promesa se la hice a Vincent, que está sentando en la mugrienta cama y me observa a acercarse. En esta ocasión, como en muchas otras, fue mi idea ir a esa carrera.
—Muchas —confirma Vincent.
—Entonces, ¿Por qué debo creerte?
—No tiene que hacerlo —comento ingresando a la celda. —y no me ofende si no lo hace.
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Monstruo
RastgeleEl miedo de todos los niños, es a la oscuridad, el monstruo que habita debajo de la cama o del closet. En la vida de Damián Klein había dos monstruos: uno real al que llamaba papá, otro en su interior y amenazaba con destruirlo. La oscuridad era su...