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Joseph

Tomo una pastilla, y miro mi habitación. Podría describirlo como el lugar más oscuro en el que he estado. Tantos sufrimientos y ninguna felicidad, hacen el lugar en el que ni mis peores pesadillas querrían estar.

Las pastillas me relajan. Hacen que no sienta que estoy aquí, aunque afecten mi percepción de la realidad, algo que no siempre agradezco.

Extraño a mares mi casa. Los pays de vainilla exquisitos de mi madre, aquel columpio rojo en el patio trasero de mi casa, el sol de medio día que daba mientras jugaba con mi hermano en el patio, las platicas de mi papá sobre su grupo favorito de música: ABBA. Los extraño tanto a todos.

¿Recuerdas el peor día de tu vida? Yo no, no tengo la cuenta. ¿Por qué pensar que un día será mejor que otro? Siempre he sido muy reservado, me cuesta demasiado hacer amigos; prácticamente, nunca los he tenido. Mi mamá por ayudarme, llevaba a los hijos de sus amigas para poder socializar, pero siempre les terminaba cayendo mal y hasta a veces con peleas insignificantes. Nunca supe el porqué.

El fútbol —deporte estúpido de gente neandertal— siempre fue, es y será lo que encabeza a las secundarias de mi estado. Siempre tuve buen pie para jugarlo, pero jamás encontré el placer de practicarlo. Sólo que impuso un hábito en mi vida, aparte de que me brindó un buen cuerpo.

En un partido de las ligas estatales, había un chico con buenísima habilidad. Lo había mirado en partidos anteriores, pero no frente a mí.

No tenía ánimos de jugar; me había peleado con mi madre, no tenía ningún amigo aún, y qué decir de las chicas, todas decían lo mismo: está buenísimo, pero ugh, es muy raro.

Una chica rubia me estaba mirando, y parecía que su misión era distraerme, o llamar mi atención. Volteé y un balón impactó en mí cabeza.

Desde ahí, no supe si dejar a las chicas o al fútbol. Pero sin duda, dejé los dos.

Desperté en el hospital gracias a varias voces. Éstas no paraban de decirme: «despierta», «¿vas a terminar tu vida así?», «qué patético», «tu madre lleva la semana completa llorando, ¿y tú aún no puedes despertar?» y muchísimos más que se me olvidaron con el paso del tiempo. Eran más de cuatro voces. No podía despertar. Lo intentaba pero era como intentar mover algo con la mente: algo totalmente imposible. Un día, una voz gritó demasiado fuerte, e hizo que abriera los ojos de golpe. Estaba mi mamá ahí, llorando y viéndome boquiabierta.

—Dios mío. Llamaré a la enfermera —me decía al oído mientras me abrazaba fuerte. Una escena que hace que se me haga un nudo en la garganta.

No hablaba lo suficiente, realmente no sabía mucho del tema hasta entonces, pero todos estaban alegres de que ya había despertado; demasiado, diría yo.

Salimos hacia mi casa y mi papá puso su casete de música favorito en el estéreo del carro, pero había algo raro: no lo soportaba. Escuchaba que las anteriores voces en mi cabeza la tarareaban y parecía que tenía, literalmente, un grupo acapella enorme dentro de mí. La canción que sonaba era Big in Japan. No le deseo a nadie eso, ni al que me dejó este mal.

Esa noche, trataba de dormir pero las voces dentro de mí la cantaban una y otra, y otra, y otra vez. Cada vez que acababan decían: « me encantó», «la última y nos vamos a dormir», «deberíamos aprendernos otra». Desperté con unas grandes ojeras y sin parar de llorar. De verdad quería dormir aunque fueran minutos.

Los días pasaban y todas las noches lo mismo. No se lo podía contar a mi mamá, no quería que me tacharan de loco o que fuera rechazado. Siempre me excusaba con la típica respuesta de que tenía mucha tarea y por eso dormía tarde.

¿Existe la felicidad?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora