Joseph
La enfermera se ha ido, y el olor a hospital atiborra mis fosas nasales. Es demasiado desagradable. Volteo a un lado y luego hacia el otro, pero no veo señalamientos ni un doctor al cual preguntarle. Me decido por el lado derecho y lo mismo: más y más pasillos. Ni siquiera recuerdo el tamaño del hospital... Es muy alto, eso sí.
Me encuentro a una enfermara recogiendo unos papeles del suelo, e inmediatamente le empiezo a ayudar pero mi ropa y mi rostro un poco pálido, le intranquiliza.
—¿Por qué no estás en tu habitación? —me pregunta cuando hemos terminado de acomodar sus papeles en una carpeta.
—Me trajeron con un psicólogo pero ya no recuerdo el camino de regreso, y la enfermera desapareció —le contesto un poco perplejo.
—Déjame ver tu muñeca —me dice tomándola.
Cierto, mi número de registro esta tatuado en mi muñeca. ¿Cómo es que cosas así las olvido? Aunque hace dos meses que no lo retocan, no se distingue mucho.
—234... Vale, ya sé más o menos dónde está tu habitación —musita—. Aunque necesitas ir a que lo retoquen, ya no se llega a distinguir mucho.
Asiento y me lleva —prácticamente— por todo el hospital. Bajamos unos tres pisos o más, recorremos unos 15 pasillos, hasta que damos con mi habitación. Volteo a la de Shawn. 233. Lo que el destino le encanta regalar y luego arrebatar.
—Entra —señala. No es como si me fuera a salir pero no quiero recordar el año donde en navidad no me dejaron ir con mi familia. Mis voces me martirizaban, y no dejaba de golpear la puerta. Ahora sólo quedan unas manchas negras un poco grandes en el mármol blanco.
Me siento en la alfombra boca abajo, abrazándome a mí mismo en el material color carmín. ¿Ya se habrán llevado a Shawn? Odio estar tan estúpido y además, encerrado, y no poder contestar mis propias preguntas.
«Asómate, cara de alcornoque», indica una voz masculina y grave. Creí que ya había sido eliminada por completo. Fue la segunda que me pudieron suprimir.
Omito ese detalle y le hago caso. Me asomo y veo sus piernas. Sólo trae un calzón azul marino. Entro a través de la rejilla y se voltea, recargado en el respaldo de la silla, sin pararse de ésta. Se queda pasmado por lo que ve.
—Creí que nos separarían —dice desahogado—. ¿Qué te dijeron?—Aún no lo han hecho, pero están por hacerlo —mascullo con la voz quebrada—. Me dijeron que a lo mejor...
Me detengo unos segundos y se estremece.
—¿Que a lo mejor qué? —pregunta intrigado.
—Que a lo mejor eres uno de esos chicos que como están aquí encerrados todo el día, sólo están asechando a los pacientes para ver cuándo tienen sexo con ellos.
Me mira aturdido. No es mi intención lastimarlo, pero eso me han dicho.
—Ya, ¡y de seguro tú les creíste! —me acusa, ahora sí parándose de la silla.
—Yo sólo te dije lo que me han dicho. Ni siquiera me has preguntado mi opinión.
—¿Y tú qué opinas? —pregunta irónicamente.
—Podré estar loco pero pienso más cosas de las que crees, no es un impedimento —le contesto con toda la tranquilidad del mundo. No logrará alterarme con su enojo—. En vez de venirme a abrazar porque ya no nos veremos hasta quién sabe cuándo, me regañas a mí por lo que me dijeron —le reprocho—. Pero está bien, ya me voy a dormir un rato.
Me giro para regresarme a mi habitación cuando de pronto siento sus fuertes brazos rodeándome la cintura.
—Por favor, abrázame sin intención de detenerte.
Me vuelco hacia él, abrazándole con toda la fuerza que me es posible.
—Tú también has hecho ejercicio, no me aprietes tan fuerte —ríe.
—Creo que te extrañaré por siempre —musito en su oreja mientras me dirijo hacia sus deliciosos labios y me penetro en estos—. Desde que te conozco, me siento más vivo.
Una lágrima suya cae encima de mi cuello y yo también suelto todas las ganas de llorar que tengo desde que estaba con el psicólogo. Mi Shawn...
—Me duele porque me importas, y porque aprendí que, aunque llevemos tan poco tiempo de conocernos, llegamos a ser almas gemelas —dice.
Ojalá me pudiera quedar toda la vida en esta posición junto a Shawn. No paro de llorar, y tampoco él. Ojalá la vida nos tratara mejor.
—Ven —dice, ofreciéndome la mano para ayudarme a incorporarme y me lleva a la mesa pequeña de su cuarto—. Te hice esta carta. Pensé que no nos podríamos despedir y puse demasiadas cosas en ella. Pero prométeme...
La tomo y lo miro a sus ojos rojos de tanto sollozar.
—¿Qué te prometo?
—Que la leerás cuando me necesites con todas tus fuerzas, o cuando yo no esté... Lo que pase primero.
—¿O sea que ya la puedo abrir en este momento? —bromeo—. Muchas gracias por el detalle.
Se acerca a un cajón suyo y me da dos chocolates.
—Anda, ve a dormir un rato —dice besándome con más intensidad—. Tal vez esta sea la última vez que nos veremos, así que vuelve a abrazarme —dice mientras comienza a llorar de nuevo. Por favor, Shawn. Si tú lloras, yo lloraré el doble.
—Adiós, mi amor.
Se queda atónito ante las dos palabras que le he dicho y me agacho para regresarme a mi cuarto, cuando de pronto siento una nalgada en mi trasero.
—Cuídalo para mí.
Volteo y no puedo evitar reírme. ¿Cómo alguien puede a llegar ser demasiado importante en tu vida, en tan sólo una semana? Ni yo sabría contestarme.
Me como los dos chocolates y abrazo la carta. No quiero saber qué pasará mañana.
Por cierto, ¿por qué habrá vuelto una voz nueva? Aunque me alegro un poco. Si se iba la última, significa que tendría que volver a mi casa. Y no encuentro una forma prudente de decirle a mis padres que ya no tengo ganas de vivir... sin él.
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¿Existe la felicidad?
RomansaCansado de su abrumadora existencia, Joseph, de 19 años, cree haber encontrado una salida en un rejilla de ventilación ubicada en su habitación, pensando que tendrá la libertad inimaginada que nunca tuvo en el hospital psiquiátrico. Al pasar por ést...