Joseph
Otra noche, otro intento.
Toco el timbre rápidamente mientras me acuesto de nuevo. No dormir me habrá dado el aspecto perfecto. Se acerca a mí, con un poco de inquietud.
—¿Otra pesadilla? —pregunta con un vaso de agua a la mano, y más tranquila que hace dos días. Me lo ofrece; niego, pero lo deja en la mesita.
—Mi subconsciente nunca se cansa de proyectar la misma pesadilla —expreso con cierto tono de enojo.
—¿Qué hay en tu pesadilla? —pregunta.
—Las sombras se acercan a mí, me dicen que jamás escaparé y me quedo encerrado aquí —indico un poco bajo—. Tal vez mi fobia es estar encerrado en un lugar con llave...
—Claustrofobia... —replica a sí misma—. Vaya, cuéntame bien.
—No tanto como la claustrofobia, sino a estar encerrado con llave.
Todo a la perfección. Lo piensa y finalmente dice:
—¿Estarías mejor si no cerrara con llave la puerta? —pregunta sigilosamente.
—Podría ser.
—Bien. Duerme, Joseph. Tomaré un café; toca el timbre si me necesitas.
Asiento y se va. Cierra y la cerradura sigue intacta. Una sonrisa de maldad aparece en mí.
Me arrastro por la ventilación rápido mientras trato de no despertar a La Reina. Tomo su pequeño y lujoso reloj azul, y me lo coloco en la muñeca izquierda.
04:30 h, murmuro en mi mente. El día y la hora precisos.
Vuelvo a mi habitación sin hacer sonido alguno, mientras mi corazón da golpes duros y estruendosos en mi pecho.
Me asomo por el hueco de la puerta, y no se ve sombra alguna. ¿Y si me descubren? No puedo hacerlo... No quiero que me encierren en un lugar peor...
«¡Hazlo ya, idiota!», gritan múltiples voces al unísono.
Abro el puerta y la luz blanca demasiado fuerte me da un golpe en la vista. Volteo a la izquierda y no hay nadie, mientras en la izquierda tampoco. Salgo y cierro, con mi corazón a punto de salirse volando de mí.
—Vaya, vaya. ¿A dónde vas? —pregunta una voz muy grave, y salto del tremendo susto.
—¿Quién eres tú? —digo mientras veo a alguien de unos cuarenta y tantos. Es alto, barba muy larga y, estúpidamente, lleva puesto un traje. Sonríe recargado en la pared.
—¿Yo? —Ríe—. Yo no soy nadie. ¿Acaso no me reconoces?
Lo miro, pero jamás había visto a alguien parecido. Es atractivo, pero tal vez me esté tomando el pelo. Todos aquí estamos mal, todos aquí estamos locos, repito en mi cabeza.
—No, jamás te había visto.
—Pero sí me has escuchado.
Lo miro de nuevo, de pies a cabeza. Y aún no sé quién demonios es.
—Me llamo William —dice con la voz extrañamente familiar—. ¿Vas con Shawn, cierto? —pregunta con naturalidad. Una tortuosa corriente eléctrica pasa por mi columna.
—No sé quién eres, y tengo algo que hacer. Un gusto.
—El gusto es mío, Joseph.
Trato de huir incómodamente hacia el pasillo derecho, al lado contrario de donde está William.
Me miro la muñeca con el número y comprendo poco a poco... ¡No sé cuál es la habitación de Shawn!
Corro sin saber a dónde voy, sin destino alguno. ¿Cómo pude salir de mi habitación con el riesgo de no saber dónde está Shawn?
Paso enfrente de muchas puertas blancas. Sin rastro de alguna enfermera.
—Terrible historia —irrumpe una enfermera.
Paro delante de la puerta y veo que es donde toman su supuesto descanso. Un lugar que pinta «cafetería».
—Pobre chico. ¿Cómo mencionaste que se llamaba? —dice otra.
—Shawn. El de la 202.
¡Shawn! ¡202! ¡No puede haber otro Shawn!
Corro hacia la planta baja. Me sé los pisos y la numeración de memoria. Repito en mi mente el número una y otra vez, sin hallarlo.
223, 222, 221, 220, 219... ¡Cuántos enfermos!
202. Me siento cansado, mi vista se torna borrosa. Veo alrededor pero no hay nadie. Y no puedo tocar, alguien vendrá...
Tomo el picaporte y lo muevo poco a poco, temblando. No hay luz en la habitación. Entro corriendo y cierro la puerta un poco rápido.
4:54 h. No tengo demasiado tiempo.
La habitación es diferente a la mía; es elegante. Ignoro eso mientras me acerco a quien descansa en la cama. Está tapado con la cobija.
Mi corazón se oye por toda la habitación y tal vez, podría despertarse con tal sólo oírlo.
—Shawn —murmuro. Se revuelve pero no se quita la cobija de encima—. ¡Shawn, despierta! —murmuro más fuerte y quita la cobija.
—Eh, deja dormir —dice mientras se voltea hacia mí pero sin abrir los ojos.
—Soy yo. Joseph.
Se talla los ojos y me mira desconcertado. Comprende y me atrae a sus brazos apresuradamente.
—¿Qué haces aquí? —pregunta.
—Larga historia. —Se hace a un lado de la cama, y me meto en la cobija. Sonríe y me atrae más hacia él.
—¿Cómo has estado? —Su voz carraspea.
—Igual que siempre; no puedo mejorar sin ti. —murmuro, escondiéndome en su cuello—. ¿Qué tal te ha ido? ¿Por qué no contestaste mi última carta? No sabes cómo me he preocupado.
—Mal, Joseph. Como no te imaginas. Sé que estoy por morir, sé que esta es mi última noche —musita en mi oreja—. Y gracias al destino estás aquí.
Una lágrima recorre mi rostro, y me siento peor. Aliviado de estar aquí, pegado a él; atormentado porque no esperaba que me dijera tal cosa.
—No, Shawn, por favor. Sé fuerte, no puedes irte sin mí —murmuro más alto, pegándolo más a mí.
—He sido más fuerte de lo que crees. Pero no ha sido culpa mía, el idiota de mi padre no pagó mis medicinas —recrimina con sinceridad, pero su voz cada vez carraspea más—. Mi psiquiatra intentó pagármelas pero, son demasiadas, y muy caras. No puede pagarlas él solo.
Le acaricio la espalda con la palma, mientras lo beso. Lo beso como si jamás lo hubiera besado. Como si fuera la primera vez, o como realmente es: la última.
—Me tengo que ir. Me han amenazado con mandarme a un lugar peor, y no sabes el lío que he hecho para venir hasta acá.
No dice nada pero me acaricia el cabello, mientras me vuelve a besar. Me da un beso en mi frente y quita sus brazos.
—Ve, mi pequeño.
Me duele pararme de la cama, pero lo hago. Lo miro y tomo su mano.
—Sé fuerte. Yo sé que estarás bien —expreso mientras comienzo a llorar más.
—Mañana temprano me operarán. Te mandaré una carta aunque esté mal, te lo juro —dice y sonríe.
Doy un pequeño beso en su mano y me voy. Veo la hora antes de salir y... 5:15 h.
Abro la puerta y aún no hay ninguna enfermera, así que corro a mi habitación. Con la luz cegándome más y más, con el color blanco sólo en mi mente. Con el dolor en mí.

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¿Existe la felicidad?
RomanceCansado de su abrumadora existencia, Joseph, de 19 años, cree haber encontrado una salida en un rejilla de ventilación ubicada en su habitación, pensando que tendrá la libertad inimaginada que nunca tuvo en el hospital psiquiátrico. Al pasar por ést...