2. ADAM

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Sandra llegó a la lujosa casa de los Rogers y luego de estacionar la camioneta un hombre de mediana estatura salió del interior, era el mayordomo.

—Buenas noches, señorita Webber —la saludó con naturalidad.

—Buenas noches, Giovanni —respondió y como en otras ocasiones la ayudó a cargar con Kelly

—¿Viene del hospital?

—Sí, ¿y los niños? ¿Ya están dormidos?

—No, señorita, ya sabe que siempre se dan cuenta de que la señora sale y se quedan esperando. Acabo de dejarlos en sus camas.

Sandra meneó cabeza.

—Pobres angelitos.

—Desgraciadamente, ya no se quedan despiertos por su madre, sino para verla a usted. —Su comentario derritió la máscara fría que usara Sandra desde que se encontró con Kelly.

Entraron a la casa con la pesada y ebria madre y desde la sala Sandra vio en el piso superior ocultos por el barandal de la escalera a los gemelos de cinco años.

Cuando Kelly fue dejada en su habitación, Sandra salió con el mayordomo.

—Gracias, Giovanni.

—A usted, señorita.

—Voy a ver a los demonios.

Giovanni sonrió.

—Adelante, yo aún debo revisar algo en la cocina.

—Mejor vaya a dormir —sugirió sabiendo que el hombre de cincuenta años era un miembro leal a la familia.

—Siendo así, con su permiso.

Sandra caminó unos metros al fondo del largo pasillo para llegar a la habitación de los gemelos, la luz estaba apagada y los pequeños de cinco años estaban en sus camas.

Suspiró sintiendo pena por ellos. No era justa la situación que estaban viviendo. Los observó un par de minutos y luego retrocedió para poner los pies fuera del cuarto.

—Sandy —oyó una vocecita y luego ambos niños se incorporaron—. No te vayas —dijo

Sandra contuvo el aliento, había tratado de ser la más indiferente posible con los pequeños, pero estaban tan necesitados de atención que se refugiaban en cualquier persona que les ofreciera la mínima atención o al menos una orden para actuar y sentir de ese modo que eran importantes.

Con el rostro cansado, Sandra miró a Leonard Rogers, el director del hospital Saint Charles. Era un hombre de cuarenta y nueve años, de pelo escaso, alto y esbelto.

Desde su escritorio en el elegante despacho del hospital privado, cuando era casi media noche vio a la chica de veinticuatro años cuyo cabello estaba recogido en una trenza francesa.

—Sandra, quiero agradecerte una vez más que hayas estado aquí para ayudarme a controlar a Kelly —dijo, guardándose las llaves de la Explorer en el bolsillo—. Es vergonzoso que aparezca por los pasillos del hospital gritando cuestiones tan incómodas.

Sandra lo miró con antipatía.

—No dice nada que todos los empleados no sepamos ya, doctor.

El hombre se petrificó al oírla, luego enrojeció.

—Lo sé, aun así... —pausó, aclarándose la garganta con evidente molestia—. Me pregunto cómo es posible que usted —le apuntó con la mirada tensa— se dirija a mí de ese modo.

—Ah, ya va a empezar a hablarme de usted. Gracias, merezco todo su respeto y no que ande contando chismes acerca de lo que pasó entre Steve y yo.

—No dije nada que no haya salido de la boca de Steve.

ENEMIGO SECRETODonde viven las historias. Descúbrelo ahora