25. LA DESPEDIDA

187 49 6
                                    

—Te amo con todo mi corazón y estoy arrepentida de haber dejado pasar tanto tiempo.

—Sandra...

—Te busqué en el museo, en tu hotel, te busqué en el instituto y hace unos minutos; viajé hasta acá y el guardia no me dejaba entrar, pero gracias al doctor Ocaña logré engañarlo.

—¿De dónde conoces al doctor? —dijo bajando de la tarima con agilidad asombrosa, como si jamás se hubiera dañado la rodilla.

—Sandra estuvo cuidando a Steve mientras estuvo en coma —explicó el médico que se había quedado atrás—. Luego llegó aquella doctora antipática y la señora prefirió irse.

—¿Estuviste en Guatemala?

—Ya oíste al doctor.

—Día y noche cuidó de Steve, de tu hermano.

—Pensé que nunca te importó.

—No de la manera en que tú me interesas.

—Sandra, pero lo que pasó aquella noche.

—Tú lo dijiste, fue una manera poco ortodoxa de acercarnos, pero sucedió.

—Aun así, me siento culpable. No puedo con eso y por la manera en que conseguiste alejarme...

—Ya no me interesa vivir con amargura, no quiero.

—¿Qué te hizo buscarme? ¿Por qué de pronto dices que me amas?

—Solo recapacité. Todos tenemos derecho a una segunda oportunidad y yo quiero, si no es muy tarde, demostrarte que sí soy la mujer de tu vida, no solo un témpano de hielo.

Adam la miró aun sin poderlo creer, parecía indeciso.

—No lo sé...

Sandra sintió un calor invadiendo su estómago, era miedo.

—Si no la quiere a ella, aquí estoy yo —se ofreció la misma chica.

Sandra miró a la mujer con desprecio. Adam se acercó al ver la intención de la enfermera de responderle.

—Hablemos al término de la conferencia —le pidió.

—Está bien.

Una hora después subieron al auto de Adam, en donde el aire acondicionado calmó un poco la incomodidad de Sandra.

—No sabes lo que daría por darme un baño helado en este momento.

Adam la miró, esa barriga estaba enorme.

—¿En qué hotel estás?

—En el que está pegado al museo de historia natural.

Esa mujer no traía intenciones honestas, pensó Adam al verla salir del baño envuelta en una toalla que le quedaba muy pequeña y por la forma en que lo miró sabía que usaría sus armas para obligarlo a decir lo que deseara, así estuviera a punto de dar a luz.

Con el cabello muy húmedo se le acercó y se sentó en una silla cercana.

—¿No vas a vestirte? —inquirió viendo el escote con los pechos muy crecidos.

—Tengo demasiado calor —dijo cruzando la pierna sin éxito—. Jamás había estado tan consciente de mi barriga.

—Entonces comienza... —la toalla se le abrió y vio sus pechos—, dime de qué se trata —luchó por mirarla a la cara, pero era imposible.

—Antes podrías darme un beso o hacerme el amor —dijo ella llevada por las ganas de las hormonas. Se dio cuenta demasiado tarde de lo que acababa de hacer.

ENEMIGO SECRETODonde viven las historias. Descúbrelo ahora