11. JeongIn

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—¡JeongIn, a comer!

—¡Ya! —gritó, justo en el momento que dejaba caer el hacha sobre el tronco de madera. El fuerte golpe lo partió a la mitad. JeongIn sintió que la cara le ardía, tal vez por el reciente golpe de calor que los bruscos movimientos le generaba. Dejó la herramienta a un lado, tomando los troncos y dejándolos sobre la carretilla, donde una pila bastaba para no tocar esa zona del galpón. JeongIn se limpió el sudor de la frente con la manga de su viejo suéter gris.

Era sábado por la tarde. Las recientes lluvias de otoño dejaron un cielo nublado, opaco entre el anaranjado del sol y la humedad suficiente para marearlo del calor. JeongIn suspiró, llevando la carretilla fuera de allí. Ya había dado de comer a las vacas y a los perros. Las gallinas estaban en su pequeño corral y él solo quería arrojarse en su cama y dormir mucho.

Lastimosamente, su madre no estuvo ayudándolo con las tareas. Su pequeño hermano estaba atravesando su segundo día de gripe y fiebre, internado en la sala de casa sobre un colchón y ropa ligera. Como el hogar estaba encendido todo el día, la madera que consumía era tanta que JeongIn ya siquiera se sacaba las molestas astillas en la piel de sus dedos.

Aunque ahora traía guantes de trabajo y su grueso overol, ya sentía las extrañas sensaciones del calor. Le ardían las mejillas y le costaba respirar un poco. Pensó, tal vez, que su hermano lo había contagiado. El Omega se detuvo a medio camino, observando la tierra húmeda y removida del suelo, donde estaría la cosecha muy pronto. Los árboles ya estaban completamente desnudos, ajenos a toda decoración y apagados por las fuertes lluvias.

JeongIn entrecerró los ojos, aspirando el aroma a tierra, a grama húmeda, a los árboles de gruesa corteza que lo abrazaban suavemente. Apretó las manos, olisqueando el aire. Si se concentraba un poco, podía sentir el aroma lejano de los ríos de montaña. A lo lejos podía ver aquellos majestuosos paisajes enormes y bañados de nubes. El otoño estaba por terminar y ya las primeras visitas de la nieve se realizaban en lo más alto.

Bajó la mirada, afianzando el agarre en la carretilla. Avanzó, lo suficiente para detenerse frente al cobertizo y empezar a apilar los troncos en sus respectivos cajones. Tomó algunos entre sus brazos, el aroma de la madera era delicioso, fuerte. Como si se internara el bosque, en una mañana fría, fresca, justo en el momento que el amanecer se presenta y arroja el velo de la oscuridad. Los osos de JeongIn destellaron suavemente, notando el ligero gusto dulzón y característico de...

—¡JeongIn! —escuchó detrás suyo. El corazón del Omega dio un salto, volviendo la mirada hacia atrás. Su rostro se bañó de un suave carmesí, aflojando los brazos sobre la madera. Cuando esta volvió a caer sobre la carretilla, sus ojos destellaron una vez más al ver los reconocibles mechones rubios de ese Alfa.

—¿HyunJin...? —murmuró, quieto en su lugar. Lo vio de pie frente al portón, a largos metros de su casa. Algo en su estómago se retorció al notar su rostro entre asustado y preocupado. También se sentía así—. ¿Qué haces...?

Se acercó, corriendo hacia él. El rubio sonrió con hilaridad, aún con la sombra de la preocupación y la incomodidad sobre los ojos. El rostro del Omega estaba sonrojado, dejó que un metro los separara.

—JeongIn —lo escuchó murmurar. HyunJin estaba incluso más alto que antes. Lo miró a los ojos, olisqueando el aire para asegurarse de que era él. Su cabello rubio estaba largo, atado apenas con una medio coleta que le dejaba mechones sueltos. Sus manos blancas posadas sobre la madera del portón le fue una extraña sensación. Todo él no encajaba ahí, en su hogar. JeongIn se quedó quieto, sin palabras. Traía puesto su overol de trabajo, sus botas de lluvia y grandes guantes que no eran de su tamaño. No pudo evitar pensar en lo feo que se veía—. JeongIn... ¿cómo estás?

HADO • HyunInDonde viven las historias. Descúbrelo ahora