CAPITULO 3

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Diferente ¿Qué tenía de especial ser diferente si estabas ante el juicio final?

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Diferente ¿Qué tenía de especial ser diferente si estabas ante el juicio final?

Contrario a lo que Absolvo creyó percibir en un principio, las heridas de la mujer dolían, las púas herían cada punto posible en su cuerpo y el dolor era real, aunque no hubiera sangre propia saliendo de esas heridas, aunque no hubiese riesgo de morir, porque sabía que estaba muerta, dolían como tajos abiertos y caminar siquiera era ya de por si un infierno. Podía sentir inclusive su carne desgarrándose cuando al moverse el alambre encarnado tironeaba hasta romperla. Eso la hizo avanzar muy lento, demasiado lento, en el interior del oscuro palacio.

Era tanta la oscuridad que aun con las puertas tras ella abiertas, la luz melancólica del exterior no bastaba para iluminar ni el suelo que pisaba. Peor fue cuando estas se cerraron tras de sí.

No recordaba nada, pero sabía dónde estaba, sabía que se encontraba en Luminith, el purgatorio, y que el juicio final caería sobre ella en breve dentro de ese palacio de oscuridad infinita. Sabía que antes había sido alguien, en otra vida, que sus actos la tenían donde estaba y con ese alambre de púas forrando su cuerpo de dolor. Tenía un vago recuerdo del interior del árbol del que la habían sacado y sabía los nombres de los que la cortaron. Tenía una inusitada claridad mental, no sabía si por todos los conocimientos que este plano espiritual le daba o por el líquido del guaje que Remordia vertió a la fuerza en su garganta.

Remordia y Absolvo. Esos nombres los reconocía de su vida pasada. Sentía como si ya hubiera visto antes sus rostros de pesadilla y los reconociera.

En cuanto a su nombre... no tenía ni el más ligero vestigio. Sabía que había tenido uno, que todo el mundo tiene uno, pero que, si buscaba en su interior, en el sitio donde se suponía que debería estar su nombre, le contestaba el silencio. No era capaz ni de recordar haber tenido voz o si en algún momento supo articular palabras.

Las vueltas del alambre de púas en su piel no eran suficientes para impedirle el movimiento, ni tampoco restringírselo al mínimo, solo hacían de su andar un insufrible dolor. El alambre era tan manejable como lo debieron ser las telas, pero las púas eran de auténtico metal y se clavaban con saña y violencia en su piel, cual dientes de monstruos. Con el sentido de la vista apagado en el interior de ese templo, la mujer sentía con mayor fuerza las mordeduras de sus ataduras. Flotaba un profundo desasosiego en su interior y los gritos de sus pensamientos hacían suficiente compañía en las penumbras. De un momento a otro se detuvo y, de la misma forma en que llegó a entender mucho de lo que había a su alrededor, tuvo la certeza de que su trayecto finalizaba ahí.

En el techo, por sobre su cabeza, pareció abrirse una ventana y un rayo de luz blanca cayó frente a ella, iluminando parte de la estancia, revelándole que no se encontraba sola en esa enorme sala. Dos centinelas se hallaban apostados a ambos lados de ella, parecían haberse materializado de la misma oscuridad, o ellos mismos estar hechos de oscuridad, porque cuando ella los miró, tuvo de alguna forma que entornar los ojos para dilucidar en ellos la forma. Eran sombras corpóreas, negros como el alma que se le atribuía a ella, con coronas de puntas filosas en sus cabezas y espadas de fuego dorado en sus manos. Una sensación fría le llegó de ambos seres, y sintió el escalofrío de saber que la estaban contemplando como solo pueden hacerlo los seres desprovistos de ojos visibles, ni rostro como tal. Eran solo figuras, sin rasgos ni tampoco profundidad, pero reales como las púas que la herían.

A la vez las figuras altas ensamblaron dos gruesos aros de metal en su cintura que se unieron en el centro, a la altura de su ombligo, con un chasquido reverberante. Formaron un grillete alrededor de ella que presionó hasta lo imposible las púas de esa área. Al cerrarse, otras vueltas de la misma enredadera se superpusieron al grillete, reforzándolo. Sin que la mujer pudiera evitarlo, ambos engancharon dos cadenas a las ranuras de los aros, una a cada costado de ella. Los eslabones de esas cadenas eran extraños, como si fueran vertebras de alguna columna de algún ser, terminaba en las manos de ambos guardias.

La mujer sintió un acceso de pánico ante el dolor lacerante de las púas enterradas ya muy profundo y la posibilidad de ya haber sido condenada al averno sin previo juicio.

Antorchas de fuego blanco se encendieron con chisporroteos de chispas al final de la enorme sala, derramando más de aquella luz e iluminando al completo la estancia. La mujer pudo ver que frente a sus ojos había cinco enormes seres antropomórficos. Gigantes, sentados en sus tronos o de pie a la espera. Eran magníficos, tanto que ella no dudó un instante: eran los dioses. No eran seres humanos, sin embargo, vestían y se veían como tales. Representando cada uno una cultura diferente. Eran estos los dioses del derecho de los que antes hablaron el leñador de almas y la demonia. Eran ellos los que le iban a dictar su sentencia y los que impondrían el castigo que pesaría sobre su cabeza.

La mujer tuvo un breve instante para observarlos, puesto que de la nada un hombre salido de quien-sabe-dónde le arrebató los pergaminos que Absolvo le confió. El mismo se dirigió sin prisa al lado izquierdo de la sala, hasta ubicarse tras un escritorio en una silla más baja que la del resto de dioses. Cuando había pasado a su lado, su tamaño había sido equiparable al suyo, pero al llegar frente a su escritorio su tamaño fue casi tan descomunal como el de los demás dioses. Se sentó y cruzó una pierna sobre la otra despreocupadamente, dedicándole una mirada displicente a la mujer alzando una ceja y la comisura del labio superior izquierdo. Ella le devolvió la mirada con indignación.

En silencio, todos los presentes se volvieron a ella para verla y el dios que se hallaba en el trono más alto le gritó— De rodillas.

Ella cayó al suelo en el acto, al oír al ser superior dictar la orden, pero no por voluntad propia. A la vez ambos guardias la habían pateado en la parte trasera de las rodillas y en lo alto de la espalda le descargaron un golpe con la empuñadura de sus espadas, proyectándola con dureza contra el suelo. Entre el sonido de las cadenas metálicas y el de la caída, alcanzó a oír una suave risa de superioridad por parte del hombre que le quitó los pergaminos.

Descubrió, en esa posición y haciendo a un lado el sordo dolor en el sitio del golpe y las rodillas, que las baldosas que tapizaban el suelo pulido, de cara a su reflejo, le devolvían una imagen muy miserable de sí misma. Su rostro presentaba la personificación del desconcierto sin mencionar las manchas de la sangre coagulada y seca que Remordia no alcanzó a quitar. Con infinita dificultad volvió a alzar el rostro, y los guardias volvieron a colocar un segundo grillete en ella, esta vez en su cuello, y engancharon dos cadenas de igual forma, más delgadas esta vez.

La mujer inhaló con fuerza sintiendo el sufrimiento recorrer su cuerpo a ráfagas continuas que le imposibilitaban el respirar siquiera. Si hubiera podido hablar, hacer cualquier sonido, sus gritos habrían rebotado en las enormes paredes de esa sala.

 Si hubiera podido hablar, hacer cualquier sonido, sus gritos habrían rebotado en las enormes paredes de esa sala

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La Jerarquía del Juicio FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora