CAPITULO 10

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La mujer sintió el deseo de protestar, de gritarle a Zacptaphais que no importaba si ella se quedaba, permanecería en silencio como hasta ahora, no molestaría

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La mujer sintió el deseo de protestar, de gritarle a Zacptaphais que no importaba si ella se quedaba, permanecería en silencio como hasta ahora, no molestaría. Se dejaría humillar si era necesario sólo para que no le privasen de saber más de quien fue antes de todo. Pero su boca no respondía al instinto de gritar por dolor, mucho menos le haría caso a una orden de su mente.

Mantuvo la mirada baja mientras Kevanos se acercó, empequeñeciendo hasta tener la altura de un hombre normal de nuevo, aunque considerablemente más alto que ella. Treinta centímetros por encima de su cabeza él la observó durante un tiempo, reflexivo. Parecía leer sus pensamientos, entender sus dudas y descubrir sus secretos más profundos. Estaba muy serio. Al bajar la mirada sobre su cuerpo con esa expresión displicente, la mujer tuvo la impresión de que la estaba viendo sin el manto mugriento y se asqueaba todavía más ante tal escena miserable.

Ordenó a los guardias que lo siguieran. Ambas figuras de oscuridad obligaron a la mujer a alzarse de nuevo sobre sus pies y a caminar más rápido de lo que ella podía soportar, cosa de la que el griego parecía consciente y hacerlo totalmente apropósito.

Cada paso era un suplicio que mantenía a la mujer alerta, tensa. Pero su mente seguía en todo lo anteriormente dicho y lo que se perdería por saber ahora que debía esperar. Esperar su juicio final. Hubiera preferido mil veces que le hubiesen dado una condena rápida, instantánea, que los procedimientos aquí en el otro lado no siguieran la burocracia típica del mundo mortal.

El secretario caminaba erguido como una vela delante de ella, como si no recordara que existía, ni le importase en lo más mínimo su existencia. Pero la mujer lo prefería así, sinceramente, así no habría castigos. El repudio y desagrado con el que él la trataba la hacía pensar que Solfjord y Julio Caesar se equivocaban ¿Ella una diosa? si lo fuera, para este momento ya habría atravesado a Kevanos con la espada de alguno de los guardias solo por haberla denigrado con la mirada. Por el castigo que él le había dado, ya idearía otras satisfactorias ideas que amaría poner en práctica.

Para su mayor sorpresa, los guardias y el griego la llevaron fuera del gran templo de piedra y obsidiana. Ahí se apostaron todos juntos un segundo antes de que Kevanos se diese la vuelta, con un gesto asombrosamente elegante les indicó a los guardias que esperasen. No le dirigió la palabra ni una vez, no era necesario, se comunicaba con ella perfectamente a través de sus ojos marrones y displicentes. A una señal suya, los guardias repitieron la acción de obligarla a caer de rodillas. La mujer volvió a maldecir para sus adentros cuando el dolor la desgarró.

Kevanos aprovechó ese momento en el que la mujer desvió los ojos a él por inercia, para fulminarla con la mirada. Ella desvió los ojos y se mordió los labios para que no le temblasen, pero sabía que llevaba prendido el miedo al castigo en la mirada y que el secretario lo percibía. Deseó tener un corazón de hielo y no dejarse amedrentar en lugar de temblar como un perro amaestrado que sabía que recibiría un castigo si miraba demasiado en esa dirección.

Pero gracias a ese pequeño momento, descubrió algo: él la miraba. Y mucho. La estudiaba en busca de algo que le indicase si lo que el nórdico y el romano decían era cierto, si los documentos no mentían. Que esa temblorosa y torturada criatura nacida hacía apenas unas horas del fondo sangriento de un árbol fuera algo más que pasto para las llamas del infierno. Igual que ella, Kevanos no se creía nada de eso. Nadie lo habría creído.

Los ojos marrones, inhumanos, la miraban con un desdén que hirió la autoestima de la mujer y la hizo sentir más pequeña y desagradable de lo que ya estaba.

El secretario le dio la espalda sin reparos y regresó al templo entonces, dejándola ahí, a la espera. A una espera que no sabía cuánto duraría. Con suerte, las heridas dejarían de doler para cuando tuviese que regresar a la sala para escuchar su sentencia. Pero pasaba el tiempo y el dolor no remitía, parecía palpitar, seguir ahí como un recordatorio de que en algún momento le sobrevendría la verdadera condena.

Llevaba mucho tiempo ahí apostada, tanto que vio a Absolvo y a Remordia conducir más almas de aspecto igual de miserable que ella a las compuertas reforzadas del templo. Tanto que tuvo tiempo para ver las diferentes penas anticipadas que sus cuerpos soportaban desde antes de sus condenas. Vio un hombre al que casi le habían partido a la mitad el cuello con algún hachazo mal dado del leñador de almas, que se veía tan doloroso como el rostro del hombre lo expresaba. La mujer se dio cuenta de que había penas anticipadas altas y bajas, pero ninguna como la suya, que hería completamente el cuerpo hasta tal punto.

Cuando dos ujieres griegos salieron por las puertas acompañados de Kevanos, la mujer tuvo un instante de confusión. El secretario portaba una guadaña parecida a la que Remordia usó para intentar cortar sus ataduras, pero era de oro y plata. El más joven de los ujieres era el mismo que antes había cargado los rollos para Julio Caesar, pero esta vez sostenía unas pinzas grandes.

Volvieron a compartir una mirada de curiosidad mutua mientras él tomaba de manos del secretario la afiladísima guadaña en una mano, sopesando las pinzas con la otra. La mujer pensó que no todos en ese purgatorio eran tan severos e implacables como hacían pensar, algunos otros solo seguían órdenes. Eso, de alguna forma, le dio cierto consuelo.

El ujier más viejo, otro griego de toga gris telaraña, traía un incensario de plata del que una densa nube de olor dulzón subía con lentitud hasta lo alto del templo. Un calor intenso desprendía el metal casi al rojo vivo. Los guardias actuaron y desencadenaron a la mujer, extrayéndole a su vez los grilletes que quedaron donde cayeron en el suelo con un fuerte sonido que retumbó en las inmediaciones de luminith.

Quería preguntar qué era lo que iba a pasar, pero uno de los guardias la tomó de las manos y se las puso tras la espalda mientras la sujetaba con fuerza. Entonces la mujer supo que algo andaba terriblemente mal.

 Entonces la mujer supo que algo andaba terriblemente mal

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La Jerarquía del Juicio FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora