CAPITULO 11

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Debió ser infinitamente mala en vida, tenía que reconocerlo, porque este sufrimiento equivalía en todo sentido al de un infierno en todas sus dimensiones

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Debió ser infinitamente mala en vida, tenía que reconocerlo, porque este sufrimiento equivalía en todo sentido al de un infierno en todas sus dimensiones. Solo el miedo a no saber qué le iban a hacer era suficiente para ponerla a temblar.

El secretario se quedó unos pasos atrás y dejó a los dos ujieres griegos trabajar. El más joven debía oscilar los veintiocho, el mayor, los sesenta, pero ambos se movían con la misma precisión y calidad. De ellos no pudo discernir sus nombres. Talvez no tenían.

La mujer no evitó cerrar los ojos por lo que estaba por venir, porque sabía que dolería y así aunque sea se obligaba a soportar de mejor forma. El mayor usó la guadaña para cortar trozo a trozo el alambre de púas y tirar de él para sacarlo, sin el menor asomo de compasión. La mujer volvió a intentar gritar, sin conseguir más que ahogados siseos cuando el dolor se volvía más intenso. Quería maldecir a los que la estaban hiriendo. El dolor era devastador y no se acababa.

—Administrar justicia es una facultad única y exclusiva de los dioses, porque ellos no se equivocan. —habló en voz baja, con tono casi de indiferencia mientras sostenía su agenda y la consultaba página a página— Divinidades. Idílicas y sublimes divinidades, creaciones específicamente modeladas de luz para juzgar y equilibrar la balanza del bien y el mal humano.

Un trozo del manto se rasgó cuando el ujier tiró del alambre en los hombros, y la mujer apretó los párpados sobre los ojos cuando la piel se tensó y desgarró de igual forma. El sonido desagradable atrajo la atención del secretario. Apoyando un codo sobre el brazo cruzado frente al pecho, en una actitud de concentración, Kevanos dejó su fingido desinterés y se puso totalmente atento, con los ojos entrecerrados.

El guardia que la sostenía la soltó un momento para darle la vuelta y poner su espalda a la disposición de la guadaña y la falta de tacto del ujier viejo. El manto ya no era más que retazos desgarrados como la piel de todo su abdomen, piernas y brazos. Solo quedaban trozos enganchados en la carne por el mismo alambre, como chinchetas clavando miembros de insectos a un muestrario. El dios griego veía todo en silencio, con una atención morbosa, los ojos muy abiertos y las aletas de la nariz dilatadas. Estaba disfrutando del castigo que se le administraba a la mujer, esa alma sucia, impúdica, indigna y ensangrentada que había tenido la osadía de considerarse una diosa.

—Míreme y mirese —su voz sonó ronca de asco al referirse a ella, pero sin dejar de mirar el cruento espectáculo— juzgue por usted misma, oh gran señora. Honorable diosa del derecho.

El sarcasmo que le imprimía a cada palabra era insoslayable. Mientras hablaba se acariciaba con sutileza el labio inferior con el índice. El alambre se despegó de una parte del muslo de la mujer, llevándose una buena cantidad de piel y músculo en el proceso, dejando al descubierto la carne roja debajo. La mujer se retorció y pataleó echando la cabeza hacia atrás. Una suave sonrisa afloró en la edulcorada boca del griego al tiempo que alzaba con superioridad la ceja izquierda.

La Jerarquía del Juicio FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora