CAPITULO 5

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—Gracias por el uso de la palabra, su señoría —Solfjord, ese era el nombre del dios nórdico

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—Gracias por el uso de la palabra, su señoría —Solfjord, ese era el nombre del dios nórdico.

Dirigió una mirada reparadora a la mujer ensangrentada antes de regresar la vista al tribunal de sentencia. El secretario, erguido, tan alto y soberbio en su asiento aledaño al del fiscal, tuvo que alzar el brazo para hacerle llegar a su altura los pergaminos que él ojeó como quien no quiere la cosa. No obstante, después de los primeros tres, se detuvo a leer el cuarto con más atención, el quinto lo leyó completo y al llegar al último, volvió a revisar los primeros tres. Una arruga apareció en su entrecejo y se llevó una mano a los labios antes de mirar, más atenta e inquisitivamente, a la mujer.

Hicieron contacto visual unos segundos sin que ella bajase la mirada. De alguna forma, comprendía que lo dicho dentro de esos acartonados pergaminos le narraba a su acusador el porque era diferente y porque debía ser condenada. Porque eso fue lo que Absolvo dijo, que la condenarían directamente, y por la mirada del nórdico, a lo mejor terminaría así.

Solfjord regresó los documentos al secretario, aun sin romper el contacto visual con la mujer, pero Kevanos había estado distraído releyendo su agenda y recibió los pergaminos con un respingo cuando cayeron sobre él en desorden. Por fin el nórdico se puso en pie resueltamente separando los ojos hundidos de la acusada como si realmente nunca le hubiera interesado en lo más mínimo y apoyó ambas palmas sobre el escritorio, recargándose en él de forma que ocupaba el máximo espacio posible. A pesar de todo, parecía sorprendido en gran medida, pero no dio más muestras de ello al comenzar a hablar.

—Señores del tribunal, —empezó a decir, preparado, confiado, las grandes manos aun sobre la superficie del escritorio— desde el inicio de la humanidad, los hombres se han dedicado a machacarse entre ellos. Hemos visto aquí muchos tipos de almas, a cada cual más oscura y miserable, menos merecedora del infierno que de la vida mortal. Pero esta es sin duda de las almas más especiales y corrompidas que he llegado a acusar hasta la fecha.

La mujer quedó desconcertada por el aplomo y la actitud altiva del dios. Sus ojos hundidos volvieron a descansar un momento en ella para dar énfasis a sus palabras, que el ser del que hablaba se hallaba entre ellos, e instando de esta forma al resto a que la mirasen para juzgarla. Ella se encontraba totalmente a la expectativa. Esas miradas llegaban desde una altura considerable que hacía sentir a la acusada mucho más pequeña de lo que en realidad era con respecto a los dioses. Y de alguna forma, sentía incluso que el dolor de las heridas se intensificaba con el peso de tantos ojos juzgándola en silencio.

Se halló a si misma preguntándose si realmente era tan mala como la suponía el inicio de esa acusación. ¿Qué podía decir ese pergamino que fuera tan censurable y abominable? ¿Por qué era especial? Tantas generaciones de seres humanos ¿y ella era específicamente una de las peores?

La voz de Solfjord era extraordinariamente más modulada de lo que la mujer creyó que sería, hasta podía decirse que era agradable, ronca y embriagante al oído. Costaba dejar de escucharlo. Y la mujer se encontró odiándolo con una crudeza parecida a la que le profesaba al secretario. Era un buen acusador, era obvio que estaba perdida. Y no sabía por qué, pero de alguna forma ya estaba resuelta a enfrentarse al castigo. Era el proceso de su acusación, el saber lo que de verdad había hecho, lo que le tenía aún en ascuas.

Desvió la mirada al juez presidente, Zacptaphais se encontraba tan atento como todos, serio e implacable. Algo le decía que la condena sería dura. La mujer giró trabajosamente la cabeza para mirar el instante en el que Kevanos entregaba los pergaminos, reordenados, al defensor al otro lado de la sala. El romano ya había tomado su posición en el otro lado, en su propio escritorio donde se suponía que ella también estuviera, pero que era obvio que no se le permitía ni acercarse demasiado a los dioses. Pensó que, de la reacción de su defensor, dependía su suerte por lo que se mantuvo atenta al romano mientras este iniciaba una concienzuda lectura de los pergaminos.

La mujer mantuvo la vista fija, a la espera, mientras Solfjord seguía hablando sobre como las almas se corrompían con inusitada facilidad. Si el romano mostraba signos de preocupación, resignación, frustración, sorpresa, hasta enojo, podía darse por condenada. Pero si no, talvez cabía alguna mínima esperanza. Esperó con paciencia, pero quien interceptó su mirada fue el secretario y no el romano.

Nunca la habían mirado así. Se sintió como una mosca pegada en una de esas tiras aceitosas, esperando que la maten de un golpe. El griego frunció profundamente el ceño a la mujer y esta, envalentonada por un segundo en el que sus heridas habían remitido en dolor, le sostuvo hierática la mirada. Parecía que el desagrado se había vuelto mutuo. Kevanos cruzó los brazos sobre el pecho, y adelantó el mentón mientras le mantenía la mirada. Ella frunció a su vez el ceño, sin dejarse intimidar. El secretario tomó este juego de miradas como lo que era: una amenaza a su valía y a su autoridad, y profundizó su gesto de reprobación antes de hacer un asentimiento a los guardias. 

El castigo fue rápido, contundente, un tirón fuerte de ambos seres de sombras a la cadena que se unía al grillete de su cuello y la mujer sintió como la presión en la garganta le cortaba la respiración. Llevó las manos, que le habían dejado libres, al aro de metal para intentar soportarlo, pero la fuerza de sus endebles brazos era exigua para contrarrestar la de los guardias que cada vez la alzaban con mayor fuerza poniéndola sin dificultad de pie.

No podía morir, pero la estaban matando igual.

La mujer ya no pudo ver qué reacción tomaba el romano ante los pergaminos, su vista se nubló a causa del excesivo dolor, si hubiera podido desmayarse, hace rato que lo habría hecho. La presión y la fuerza se habían intensificado al punto de que los guardias la estaban suspendiendo en el aire, hacía ya unos segundos en los que sus pies dejaron de tocar el suelo y comenzó a retorcerse como una marioneta en un hilo, como un ahorcado que no ha tenido la gracia divina de romperse el cuello y tiene que esperar la de la asfixia. Esperanza que la mujer no tenía.

Kevanos, desde su posición de nuevo en su silla contigua al fiscal, cruzó una pierna sobre la otra y recargó cómodamente la espalda en su respaldo. Observó un segundo distraídamente a la mujer antes de volver la vista de nuevo a su agenda, una sutil sonrisa perfilada en su agraciado rostro, disfrutando en silencio de la pequeña venganza. La mujer lo maldijo en su interior y deseó con toda su alma que le cayera un rayo.

—Esta alma no solo no es como el resto —alzó la voz el nórdico, como si supiera que parte de la atención de la sala se había desviado a otro punto— sino que es peor que todas las otras almas. Y se preguntarán ustedes, qué circunstancia, qué pecado tan grave habrá orquestado este ser deleznable para merecer tal acusación de parte de este fiscal. Para empezar, el alma que hay frente a ustedes, no es humana.

 Para empezar, el alma que hay frente a ustedes, no es humana

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La Jerarquía del Juicio FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora