CAPITULO 7

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Kevanos la miraba con incredulidad, como todos en la sala, pero había un deje de irritación en él que no se veía en los demás

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Kevanos la miraba con incredulidad, como todos en la sala, pero había un deje de irritación en él que no se veía en los demás. Cuando ella se apercibió de eso bajó de inmediato los ojos, no buscaba problemas, ya no. Demasiado había soportado hasta el momento como para ganarse otro castigo porque el secretario sintiera de nuevo su odio y su insurrecto deseo de ser respetada. Era obvio que no podía ganar esta vez porque agotó todas sus cartas en vida.

Si el dolor no la terminaba de avasallar, lo hacía su pequeñez ante los tronos altos y sublimes que ocupaban los dioses que fácilmente podían medir quince metros. Cualquiera de ellos, si hubieran querido, podrían haberla aplastado con solo ponerle un dedo encima. Pero Kevanos se complacía con mirarla desde lo alto, con ese gesto de repudio y asco, en el que ahora se mezclaba cierto interés.

Lo odiaba, tanto o más que a su acusador. Pero ya no quería que se le golpeara, hiriera o lastimara de ninguna forma. Si no quería problemas, mejor le sería escuchar, mantenerse quieta e invisible y no expresar sus emociones ante las palabras del acusador. Al fin y al cabo, ella también quería con todas sus fuerzas saber qué había hecho y porqué era especial. Y si debía para eso bajar la cabeza y mantener sus ojos alejados del secretario, así lo haría.

—Señores miembros de este honorable tribunal de sentencia —Solfjord habló con voz potente— Hoy nos encontramos ante una alma que merece una atención especial, no por la extensión de su historial delictivo ni por la profundidad de su iniquidad, aunque reconozcamos que ha acumulado una larga lista de transgresiones y que su espíritu está impregnado de emociones negativas producto de una vida pecaminosa. Esta alma es más especial de lo que ustedes se podrán figurar, y no por el hecho de que sea un alma oscura que haya hecho un poco de todo lo malo del amplio repertorio de delitos y crímenes pecaminosos que el hombre ha creado con el paso de los milenios. Ni siquiera por el hecho de estar destilando odio en este preciso instante para más de alguno de los presentes... Sino porque tenemos ante nosotros a un alma que no existía originalmente para ser humana.

Si el nórdico había escuchado lo de ser conciso y preciso, para este punto lo había olvidado al completo. La mujer escuchaba atentamente, con los labios entreabiertos, consumiendo esas palabras e intentando hallarles algún sentido. Solfjord se puso en movimiento con rapidez y se acercó con presteza a la acusada, y a medida que se iba acercando, con el mismo efecto de Kevanos, se empequeñeció hasta volver a un tamaño que se podía tomar normal en un hombre alto y se apostó al lado de la mujer arrodillada.

La mujer se esforzó con toda su alma por no retroceder. Con rudeza él tomó una de las cadenas del grillete de su cuello y tiró hasta hacerla mirarlo. Ella desvió la mirada pero él buscó sus ojos agachándose hacia ella, con la intención de dar con ellos, para descifrar lo que había tras esas retinas. Pero la mujer se resistía. Solfjord entonces la agarró de la mandíbula. A ella le habría encantado morderle los dedos cuando le colocó la mano bajo la barbilla y le giró la cara obligándola definitivamente a hacer contacto visual.

La sujetaba mientras la examinaba. Como a un pez. Un pobre pez retorciéndose fuera del agua. Pareció por un momento como si tratara de penetrar hasta lo más profundo de su alma. Buscando algo que ella ocultaba celosamente sin saberlo. La mujer se hallaba en un limbo entre el dolor y la realidad, que no le impedía oír ni estar presente, pero que ocupaba gran parte de su atención. Se forzó a mirar fijamente y sin temor a esos ojos hundidos, el miedo a un pronto castigo le hacía un nudo en la garganta. No obstante, como con Kevanos, se decidió por fin a sostenerle la mirada, con rebeldía, a no acobardarse y a mostrarse amenazadora, a mirarlo directo y ocultando su miedo. A demostrarle en contraposición su odio. 

Pasaron unos segundos antes de que con la misma falta de cuidado Solfjord volteara el rostro de la mujer a los dioses del tribunal. Él se estaba riendo; era un sonido relajado, natural, aunque hacía que a la mujer se le erizara el pelo.

—¿No reconocen la mirada de una igual cuando la ven, señores? tenemos ante nosotros a una diosa del derecho.

La mujer sintió una punzada en lo más hondo del vientre. Intentó identificar la sensación, atraparla antes de que se esfumara, pero desistió al ver que no lo lograba. No sabía si lo que sentía era satisfacción por la unánime sorpresa de los presentes o terror por lo que Solfjord decía. Probablemente ambas cosas y a partes iguales.

A Kevanos se le había caído su agenda de las gráciles manos y había rebotado contra el escritorio hasta caer al suelo. No la recogió, nadie se fijó en eso. Puso una expresión de tal perplejidad que la mujer no pudo reprimir una sonrisa. La sorpresa duró solo un instante, luego de eso Zacptaphais recuperó su hierático porte real.

—Señor secretario —dijo con voz amenazadoramente baja, Kevanos volteó con cautela hacia el faraón— haga el favor de darle lectura a los pergaminos del alma al tribunal.

El secretario miró de nuevo a la mujer de soslayo, esta vez con los ojos grandes y la sorpresa tatuada a fuego en su rostro. Se levantó con infinita lentitud y tomó la agenda del suelo antes de ir hasta el defensor, a quien la mujer había olvidado hasta el momento, para que le entregara el fajo de pergaminos. La mujer le lanzó una mirada tímida al romano, en busca, como Solfjord, de algo en específico. La reacción determinante en este caso, que no terminó de ver en la anterior ocasión.

El romano tenía una piel tan trigueña como el faraón, pero de un canela más moderado. No debería ser más alto que la mujer, si calculaba bien, pero eso no le quitaba el poderío que destilaba. Traía una barba sobria, la simple insinuación incipiente de la misma. Su vestimenta le acreditaba un rango más allá del de un simple soldado centurión. Su pechera de bronce tenía chapadas figuras de leones y un delineado de músculos marcados en el abdomen. Su capa, roja como sangre joven, resaltaba en esa sala de colores dorados y negros, lo hacían verse como un general. En las sienes lucía una rica corona de hojas de laurel bañadas en oro que resplandecían entre su cabello. Era un auténtico guerrero romano.

—No será necesaria la lectura, su señoría. 

Julio Caesar, era el nombre de este, en apariencia, joven dios menor. Si alguien hubiera trazado sobre un plano las variaciones de su voz, altos y bajos, habría visto que la línea era plana, horizontal en todos los aspectos. Casi daba una impresión de monotonía, pero si se escuchaba con la suficiente atención, demostraba que simplemente estaba exenta de toda emoción. Como quien está muy acostumbrado a este tipo de procesos. La voz más insípida e incolora que ella pudo haber escuchado en su vida en los labios de un hombre de no más de veintiocho años, quizá el más joven de los allí presentes, pero lo que dijo le hizo sentir cierta paz.

—El asunto es más simple de lo que puedan pensar, solo que es tan antiguo como nuestra misma existencia. Yo puedo resumirle la información al tribunal, si se me permite.

 Yo puedo resumirle la información al tribunal, si se me permite

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La Jerarquía del Juicio FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora