CAPITULO 14

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La sorpresa fue unánime

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La sorpresa fue unánime. El silencio se alojó en la sala como una parte más en ese juicio final y todos se tomaron un segundo para procesar lo dicho por el defensor. El mismo tenía esa expresión de que todo estaba bajo control, de que lo que ocurría y dejaba de ocurrir estaba por completo en sus manos y que nada lo sorprendía. 

Zacptaphais carraspeó— Hágalo pasar, secretario.

El dios menor se incorporó con el mismo aire calculador de antes, y se dirigió al centro de la sala empequeñeciendo a la mitad de su altura total anterior. Al tiempo que esto pasaba una luz bajaba de alguna parte del techo y de la nada un escritorio y silla para una única persona se materializaba desde el suelo. Las compuertas tras la mortal se abrieron, lo supo porque pudo ver su sombra recortada sobre las baldosas y sombras obstruir la claridad mortecina del exterior antes de cerrarse de nuevo. Tímidamente espió por encima de su hombro, el ujier joven seguía tras ella, y le impidió ver, aunque su presencia no le molestaba, deseó atisbar si de verdad el leñador de almas vendría.

El sonido de sus pies de madera y su ropa sucia y oscura desentonaban al completo con la perfección de los dioses, con su altura, su magnificencia y su temple. Absolvo, con su voz terrosa, iba mascullando una cantinela que lo denotaba distraído cuando pasó al lado de la mujer. Aun así, al tomar asiento en el pequeño escritorio, dándole la espalda, unió las manos en el regazo. 

El secretario se adelantó a él hasta estar a su lado, arrugando la nariz ante el aroma inconfundible a la podredumbre de la ciénaga y desviando la mirada con rechazo, procedió a preguntarle sus generales de ley— ¿Su nombre es Absolvo?

—¿Cuál sino? —Las palabras sonaron secas y cortantes.

El secretario apretó los labios e inspiró hondo antes de continuar— ¿Su ocupación es la de leñador de almas?

—Desde hará más de un milenio.  —irguiéndose con dignidad.

—¿Su lugar de residencia es la ciénaga de luminith? —el griego se esforzaba con toda su alma por parecer superior y frío, pero algo tenía la pestilencia y el aspecto oscuro y ajeno a las buenas formas de la estética, que más de una arcada debió reprimir.

—La morada de toda alma desvalida que llega al purgatorio —respondió y al secretario parecía a nada de saltársele una vena de la frente, sin embargo sonrió y le tendió un pesado tomo de pergamino para que este colocase una de sus deformes manos, que parecía una raíz retorcida, terrosa e impregnada de el cieno pestilente, sobre la superficie levantando a su vez la diestra a la altura del hombro.

—Absolvo, leñador de almas —alzó la voz el juez presidente— usted ha sido propuesto como testigo en esta audiencia de juicio final del alma 5367-9399'68. ¿Promete decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

—Así es y así será.

El juez pareció darse por satisfecho y a su vez asintió— Puede rendir su declaración, leñador de almas.

Hubo un marcado silencio y la mujer esperó, oyendo sólo el crujido que de vez en cuando efectuaban las articulaciones de Absolso al moverse este, alternando la mirada de sus pequeños ojos de cuencas vacías por cada uno de los dioses, sin temerles, sin acobardarse ante ellos. Sin dejarse avasallar como ella sí hizo. El alma se quedó ahí, escuchando, hasta que se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, y dejó escapar un prolongado suspiro, procurando no hacer ruido.

—¿Qué tiene que contarnos? —insistió Zapctaphais, impaciente.

—Nací como hombre y viví una vida de hombre. —Empezó. La mujer se admiró de que al leñador de almas no se le quedasen las palabras pegadas a los labios con la cantidad de sombrías miradas que pesaban sobre él— La hora de mi juicio final llegó como le llega a todo hombre, pero mi condena se complicó. En nuestro tiempo y lugar, practicábamos la religión del Amraztly. Creíamos en un precursor de lo que después se llamó la rueda de samsara, que dictaba que cada alma seguía reencarnando indefinidamente, sin poder escapar de esa eterna rueda. Éramos monjes, criados y adoctrinados desde niños con el objetivo de escapar de la reencarnación al final de nuestra vida y esperar con ello trascender y unirnos a la esencia de dios al morir.  Escapar de ese ciclo era nuestro fin último. Esta doctrina enseñaba una vida de no acción: si no se hacía ni el bien ni el mal, ni se ascendía ni se descendía en la rueda, se pretendía escapar. Al final de la existencia el peso del bien y el mal sería igual a cero, destrozando los parámetros de las balanzas de la diosa del mal y el dios del bien. Neutralidad total, para escapar totalmente del juicio. No todos los fieles lo conseguían por ser una religión dura, implacable. Pero dadas las circunstancias exactas, yo fui el primero en conseguirlo. En mi hoja de vida había la misma cantidad de maldad que de bien, los valores se cancelaban mutuamente al hacer el balance, alcanzando una neutralidad absoluta. La cantidad exacta para lo que nosotros creíamos que era el pase fuera de la rueda, del ciclo de la vida, muerte y reencarnación. 

Absolvo guardó silencio durante un instante, de espaldas a la mujer, esta no había visto cuando su rostro lleno de líneas de corteza se había contorsionado en una expresión levemente más humana, algo cercano a la frustración que ella tanto conocía, algo cercano al odio que le era tan gratamente familiar. Pero si vio cuando su ceño se despejó, porque él desvió la mirada para buscarla a ella tras de si y la leve imitación de una expresión agradable luchó por cobrar vida en sus rasgos.

—En ese espacio de tiempo, a los que como yo tenían esos parámetros casi nivelados se los lanzaba al infierno sin contemplaciones. Pero nunca antes habían visto uno como yo en luminith. Fui un especial. De los primeros especiales —Esta vez no había orgullo en sus palabras, sino un profundo pesar— De haber sabido que el fin principal de la vida era hacer todo el bien posible... que dejé ir tantas oportunidades de hacer el bien a tantas personas... Es comprensible que esa inacción, esa omisión se merezca de por si el infierno. La diosa Vespera, la diosa de la maldad, era la encargada entonces de devorar las almas rechazadas por el dios bueno Aethon y para él yo le parecía un pecador más y de los peores. La simple inacción ya es un pecado. Yo iba a ser destinado al infierno, porque si bien mi falta de actos si me eximían de la reencarnación, también me vetaban como tal del cielo, toda omisión se traducía en karma malo que acumulado se subsumía en un único valor: la maldad. 

 

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La Jerarquía del Juicio FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora