CAPITULO 15

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—Vespera creyó que lo lógico sería que además se me eximiese del infierno —Continuó Absolvo— ¿Qué castigo requería un alma sin más propósito que el de no reencarnar? 

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—Vespera creyó que lo lógico sería que además se me eximiese del infierno —Continuó Absolvo— ¿Qué castigo requería un alma sin más propósito que el de no reencarnar? 

El silencio volvió. Las miradas de rechazo que antes habían oprimido a Absolvo seguían atentas a ver si decía algo más. Este siguió tras unos instantes, con un deje más seguro para ese momento, volteando de nuevo a la mujer y mirándola como la había visto al principio, cuando nació a ese mundo de oscuridad, juicio y casi siempre infierno.

—El dios bueno, Aethon, no contempló siquiera la posibilidad de dejarme ascender, como yo tenía por hecho que se haría a mi muerte. —Su voz había empezado a sonar como si llevara adherido el cieno oscuro del pantano— Me escupió en la cara y me rechazó como a un animal. Vespera no fue tan diferente, con la salvedad de que ella veía en mi los años que dediqué a mi causa, ella vio mi dedicación y valoró mis firmes creencias. Ella vio mi inacción y a su vez tomó en cuenta las acciones de otros que me llevaron a ello. Ella vio a mis tutores que desde mi nacimiento torturaron mi cuerpo para purgar mi mente de todo pensamiento mundano, llevándome al camino de la neutralidad total. Desde antes de tener conciencia yo ya tenía la idea de escapar del ciclo. Me llené de conocimiento, pero la mayoría era erróneo. Vespera veía mi culpa, pero vio además la inacción y a su vez la acción de los otros, de mis mayores. Ella convenció a Aethon, al final, fue decisión de ambos el convertirme en leñador de almas a la espera de la ascensión.

—¿Esa es su declaración? —murmuró desde el otro lado de la sala el egipcio. Absolvo asintió— puede retirarse de la sala.

El leñador de almas se levantó, y sin mirar a la mujer, salió de la sala, tal y como entró. Ella se quedó a su vez bajo pensamientos brumosos, turbios, en un limbo de sentimientos encontrados, tanto así que no tuvo tiempo ni interés en ver cómo hacían reaccionar a los demás las palabras recientemente dichas. ¿Tendría que recordar? talvez no, porque esos tiempos fueron mucho antes que su vida y ya hubiera sido mucho si le pedían recordar su propia vida terrenal. Su mente estaba en blanco total. Pero con lo poco que entendía se daba cuenta de que su caso estaba cobrando una relevancia trascendente.

—Señor juez, honorables dioses mayores del tribunal de sentencia del juicio final, quisiera hacer pasar a mi segundo testigo. —llamó la atención el romano, quien había estado tomando notas en un rollo de pergamino a parte a la vez que consultaba sus códigos— Antes de proceder, deseo destacar que el delito de omisión está sujeto a su respectiva penalización. Sin embargo, es imperativo reconocer las circunstancias atenuantes que rodean el caso del leñador de almas, que fue el primer error que le costó a la hoy encausada su degradación. Su alma exhibe un equilibrio entre la maldad y la bondad, un aspecto que debe ser tenido en cuenta. La resolución adoptada por ambos dioses, fue consecuente y justa, fundamentada en la razón y no en la arbitrariedad o el capricho, como se les acusó más tarde. Dejo al criterio de este tribunal si se aplicó o no en cuanto a derecho la resolución... Dicho esto, el segundo testigo corresponde al segundo error.

—Secretario, haga pasar al segundo testigo. —mandó el juez Zapctaphais. 

El secretario hizo amago de ponerse en pie para hacer pasar al testigo cuando el defensor lo detuvo— El testigo 2 es el señor secretario.

El salón se quedó sin aire repentinamente y la mirada del secretario demostró lo que todos estaban pensando. El griego, recompuesto tras un instante, con uno de sus ademanes gráciles y levemente afeminados, volteó al tribunal a espera de instrucciones. La jueza Abdulin hizo un asentimiento leve y el resto de los jueces asintió de igual forma. La creciente curiosidad se hizo esta vez aun mayor. Aquella sonrisa suave, apenas una insinuación, volvió a aparecer en el rostro de Julio Caesar.

La mujer dejó escapar el aire de los pulmones, los espasmos por el dolor fantasma remitían y la nueva esperanza le había infundido calor. Pero este nuevo truco de parte de su defensor no le gustaba, por el contrario. Solfjord tenía de nuevo el mentón sobre el puño, apoyado en su escritorio, con gesto meditabundo.

—Su señoría, el secretario y el alma presente tienen una enemistad manifiesta. —dijo audiblemente Thakar Arami, olvidándose por su sorpresa de bajar la voz— el odio ha impregnado la sala desde el comienzo del juicio.

—Además, se puede dar el caso hipotético de que el secretario se oponga a testificar. —Aunque hablaba moduladamente, la mujer percibió en su voz una furia reprimida a duras penas. Ella tampoco quería su apoyo, prefería antes el infierno— y estaría en mi derecho al negarme.

Adelantó el mentón hacia la mujer, retándola a decir algo, a contradecirlo o a negarse, como si fuera ella quien lo estaba proponiendo y no su defensor. Ella esta vez le sostuvo la mirada, con los dientes tan apretados como para pulverizarlos, no quería la ayuda de ese dios menor, no quería nada de él salvo deslizar el filo de una daga por su garganta de piel clara sin imperfecciones. De la nada se halló deseando ver si el griego tendría sangre en las venas a diferencia de ella, si era posible matarlo siquiera o si él se retorcería de dolor como ella ante sus torturas. Un gruñido bajo escapó de su garganta, tan bajo que nadie en la sala pareció oírlo, pero una manifestación de su odio al fin.

—Si el secretario teme declarar podemos pasar directo a la sentencia —se encogió de hombros el defensor, sin siquiera mirarlo, dirigiéndose al tribunal— pero me veo en la obligación de aclarar que esta declaración es de vital importancia para la defensa de esta alma.

—No temo declarar ni tampoco le temo a usted, señor letrado. —apuntaló el griego dando un amenazador paso adelante hacia el romano— En primera instancia no tengo nada que decir y en segunda, soy el único dueño de mis acciones y me rehúso a ser participe de esta pantomima. Es irrisorio que se me tome por...

—Puedo asegurarle, señor secretario, que nadie pone en tela de juicio su dignidad o su autoridad en esta sala —le interrumpió a su vez Julio Caesar, manteniendo distraídamente los ojos en sus pergaminos, mientras subrayaba líneas con un estilete— todo lo contrario, después de los jueces usted es el dios más importante en este tribunal.

Kevanos ladeó la cabeza, receloso, sus brazos se cruzaron con lentitud. El romano alzó la vista por fin y extrajo el segundo trozo de pergamino viejo— pero ya que el mismo se rehúsa, no me queda otra opción que desistir del testigo, señor juez.

—Exijo saber porqué se me requiere en el estrado. —siseó, levantando la nariz y desviando la mirada, como quien no quiere la cosa.

—Si vamos a poner en tela de juicio la existencia de Vespera, la antigua diosa del mal absoluto es coherente pasar a testificar a Aethon, el antiguo dios del bien absoluto.

—Si vamos a poner en tela de juicio la existencia de Vespera, la antigua diosa del mal absoluto es coherente pasar a testificar a Aethon, el antiguo dios del bien absoluto

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La Jerarquía del Juicio FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora