CAPITULO 4

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—Señor secretario, —volvió a alzar la voz el dios del trono más alto— informe el motivo de la presente audiencia

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—Señor secretario, —volvió a alzar la voz el dios del trono más alto— informe el motivo de la presente audiencia.

—Si su señoría. —El dios que le había quitado los pergaminos fue el que habló— La presente audiencia es de juicio final para la acusada, el alma 5367-9399'68, la misma que se encuentra aquí presente en debido tiempo y forma 

La mujer observó con atención al dios que se suponía secretario. Las mejillas limpias sin el menor indicio de vello, una toga blanca de telas holgadas que caía suelta desde sus hombros hasta sus rodillas, mostrando una buena parte de su pecho desnudo y lampiño de piel inmaculadamente blanca donde descansaba el final de una medalla ancha con una balanza. Una tela delicada, como todo en ese hombre, de seda en colores negros y dorados rodeaba su brazo y codo izquierdos envolviéndolos con gracia. Su cabello era rizado, castaño oscuro, aunque lo llevara tan corto que apenas se notase. Daba la ilusión de que no tenía un día más de treinta años.

—Así mismo se encuentran presentes los dioses menores: el fiscal y el defensor impuesto por nuestro tribunal. La audiencia es presidida por los altos jueces: los dioses mayores.

Su voz no había sonado ni un poco como la había imaginado. Había un deje afeminado en su forma de expresarse, sus movimientos y gestos, orgulloso, pulcro, limpio en extremo, como si él fuera el juez y dios principal y no el secretario que debía seguir ordenes. Y aunque esa primera impresión fuera en esencia atractiva, había algo que a la mujer le inspiró repudio más que respeto. Talvez el hecho de que la mirara de esa forma tan displicente, como si ella no valiera nada. 

Aunque siendo sincera no podía pedir mucho respeto en su estado. Con los restos de su nacimiento y el manto áspero, el pelo pegado a la nuca y rostro, el lodo pestilente en sus piernas y brazos, sin mencionar el musgo que taponaba sus heridas o el alambre de púas que la rodeaba... no es como si pudiera exigir ser tratada como persona siquiera.

Y supo, como parte del regalo del conocimiento que otorgaba ese mundo, que el dios que ya la estaba juzgando, sin corresponderle ese papel, se llamaba Kevanos. Y lo odió, por sentirse odiada por él injustificadamente desde el primer instante.

Hileras de lámparas de aceite se encendieron de pronto, dando mayor claridad a la sala, y cada uno de los hombres y mujeres tenía detrás su propia luz, que iluminaba los papeles amontonados y dispersos por la mesa a la que se hallaban todos sentados. Por lo visto había una jerarquía en el juicio final, había dioses mayores, menores y unos por debajo de estos últimos. Así lo mostraban el tamaño y alto de sus tronos.

El alambre de púas se había ensartado dolorosamente en sus rodillas en la caída, por lo que tuvo que sacar las puntas con sus propias manos antes de poder ponerse en una comodidad más llevadera, siempre arrodillada por temor a lo que los dioses pudieran hacerle. El dolor era sordo, insoportable, pero no era capaz de hacer ni un solo sonido para expresarlo. La mujer se recuperó lentamente y su mirada subió hasta anclarse en los seres que la iban a juzgar. Sin contar al secretario, que era claramente el dios de menor rango en esa sala, eran cinco: Tres hombres y dos mujeres. Cada uno de una cultura diferente, rostros y rasgos diferentes. Había en la mesa principal, la del tribunal de sentencia, tres. En medio un egipcio, a su derecha una musulmana y a su izquierda una japonesa. Luego, de pie más allá a la derecha de la sala, un romano y un nórdico. Vestían como tales y sus expresiones eran todo menos de compasión o misericordia.

—Declaro abierta la presente audiencia —tronó el egipcio, con la voz y la potestad de un juez de alto rango. Pero a este hombre era claro que le correspondía su papel. 

Además de tener una voz impresionante, era un hombre impresionante. Parecía oscilar una edad cercana a los cuarenta, en apariencia, porque probablemente debía superar esa edad por muchos siglos. Su piel tenía un tono trigueño bronceado, un color canela profundo que le confería mayor realce a sus joyas reales. Barba y cabello peinado en rastas largas que caían a sus hombros, adornadas con cuentas y ópalos. Una falda blanca ceñía su cintura y terminaba a sus rodillas dejando el pecho majestuoso al descubierto, así como también las joyas egipcias que decoraban la línea marcada de su clavícula.

Su cabeza era coronada por uno de esos extraños tocados ricamente ornamentados en filigranas de oro y pedrería. A su espalda había una capa blanca y dorada a juego con sus ojos que mostraban el tan típico maquillaje egipcio. Su trono y todo él rezumaban el color oro. A la mujer no le extrañó que fuera él el juez principal. La fuerza y firmeza de su tono le atribuían tanto poderío que más valía no molestarlo, porque no se veía inclinado a la clemencia. Y de la misma forma en la que lo supo con el insufrible secretario, también lo supo ahora, este egipcio se llamaba Zacptaphais.

—Fiscal, haga el favor de formalizar la acusación —ordenó, dirigiéndose al nórdico apostado al lado derecho de la sala.

El dios menor le dio con rapidez la mano a su contraparte, el romano, que por lo visto sería el defensor, y tomó rápido una posición al otro lado de la sala, al lado izquierdo, en una mesa específica para él, como el fiscal. Este era un hombre fornido y alto, de pecho ancho y brazos fuertes. Vestía pieles y placas de cuero que le hubieran servido de protección de guerra, típica de los nórdicos. Pero como con el griego, su pecho estaba a la vista, pero a diferencia de él, este hombre tenía la piel blanca repleta de puñados de espirales oscuros que proclamaban al mundo su marcada masculinidad.

Una pulcra barba espesa aunque corta enmarcaba sus labios finos y la línea cuadrada de su mandíbula, de expresión crispada por el disgusto que le provocaba la presencia de la acusada. Sus ojos eran muy negros, profundos y frívolos, aunque atentos, hundidos en sus cuencas, escrutándola con atención. Parecía ser el tipo de hombre que se empujaba una jarra de cerveza en segundos, echando la cabeza hacia atrás hasta haber ingerido todo, con una mujer exageradamente curvilínea sentada sobre cada rodilla. Un hombre enérgico, implacable y atrevido... ese iba a ser su acusador.

La mujer ya había probado la desesperanza, en algún momento de su vida pasada, porque el sabor de saberse perdida en un juicio, que se le antojaba vendido, le supo familiar. La sensación no haría más que instalarse en su centro y palpitar como cada una de sus heridas.

 La sensación no haría más que instalarse en su centro y palpitar como cada una de sus heridas

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La Jerarquía del Juicio FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora