Luhan cerró la puerta de su habitación y de esa manera puso fin al día más crucial de su vida. Bueno, tal vez el día en que empacó sus cosas y se marchó de Salem mientras sus padres se encontraban en un encuentro religioso que duraría dos semanas había sido más importante aún, pero entonces todo salió según lo planeado. Cuando el tren abandonó la estación, el había experimentado incluso una ligera sensación de abatimiento, una especie de anticlímax, por así decirlo. A la llegada a San Francisco, en cambio, las cosas habían salido mal desde el principio. Primero descubrió que la carta que enviara a Sehun se había perdido, luego cuando tuvo que convencer al conductor de un coche de alquiler de que realmente quería que lo llevara a una dirección en el extremo del distrito de Barbary Coast. Ese día todo había sido una lucha constante. Y encima Sehun se negó a cumplir su promesa de recibirlo. Bueno, en realidad no se había negado del todo. Le había buscado un cuarto donde alojarse y probablemente iba a estar pendiente de el. Pero era evidente que su propósito era convencerlo de que regresara a Virginia cuanto antes.
Pero Lu no tenía intención alguna de volver a casa. Y no solo porque no estaba seguro de que su padre se lo permitiera. Aquel desencuentro le resultaba triste, pero sabía que era inevitable. Su padre y el nunca se habían entendido bien. No tenía sentido fingir que las cosas eran de otro modo. Tampoco tenía sentido pretender que hubiese podido ser feliz convertido en esposo de Ezequías y dedicando su vida a ayudarlo con su congregación. Lu había tratado de explicarle a Ezequías por qué no quería casarse con él, pero no sirvió de nada. El buen hombre creía que el matrimonio de un doncel era un asunto que se negociaba entre el padre del novio. Una vez acordado el enlace, el deber del esposo era aceptar su papel y hacer todo lo que estuviera a su alcance para que fuera feliz.
A Luhan le parecía que semejante arreglo favorecía únicamente los intereses del esposo. Su inteligencia innata le decía que no era posible que un hombre capaz de pasar por alto los deseos de su pareja antes del matrimonio pudiera convertirse en un marido solícito después de la boda.
El joven se quitó el saco negro, desató los cordones del corsé debajo y dejó escapar un suspiro de alivio cuando el armazón de huesos de ballena cayó al suelo. Rápidamente se quitó el pantalón y se puso un camisón y una bata. Luego se miró al espejo. Estaba pálido. Con razón su primo el jugador se había comportado como si hubiese visto un fantasma.
Cuando pensó en Sehun Choi, sonrió. Debía de ser el hombre más apuesto del mundo. Desde luego, tenía que ser un tipo peligroso en determinadas circunstancias, pero a pesar de eso tenía un cierto aire de vulnerabilidad. Un chico malo y guapo, sujeto ideal de las fantasías.
A pesar de las terribles soflamas, admoniciones y advertencias de su padre a propósito del primo réprobo, Sehun no parecía estar haciendo nada especialmente malo en San Francisco. Jugaba a las cartas, sí, pero solo arriesgaba su dinero, no estaba casado y no se podía decir que estuviera quitando el pan a su esposa y a sus hijos. No bebía, no fornicaba —bueno, eso
Luhan no lo tenía tan claro— y tampoco blasfemaba. Una oveja negra con semejante comportamiento era como mucho una oveja gris. Recordó entonces la sonrisa de su primo y se dijo que probablemente sería más preciso decir que Sehun era una oveja gris claro. Un hombre tan atractivo no podía ser tan malo.
El chico se tapó con las sábanas. Era maravilloso acostarse en una cama de verdad en lugar de dormir de mala manera en el tren. Era todo un lujo poder estirarse y darse la vuelta sin temor a caerse o echarse encima de un desconocido. Era maravilloso no oír el incesante chirrido de las ruedas de acero sobre las vías, no sentir el incesante vaivén y no tener constantemente en las fosas nasales el olor acre del hollín y el humo. Era delicioso saber que estaba a salvo de las manos de los pasajeros varones sin escrúpulos. Ya había ido en tren en otras ocasiones, pero siempre con su padre, y no sabía que había tantos peligros en los viajes. Tampoco estaba preparado para las diferencias entre los hombres del Oeste y aquellos con los que había crecido en su pequeño pueblo de Virginia. Sin embargo, no había tenido miedo en ningún momento. Solo incomodidad.