Horas no adecuadas

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Capítulo 3

La noche ya estaba avanzada y Law dormitaba al lado de la chimenea. Las llamas, que hace apenas un instante eran pequeñas, se habían incrementado bastante y el calor comenzaba a sentirse insoportable.

El exorcista empezó a removerse de un lado a otro, nervioso. Estaba teniendo un mal sueño.

Dentro de su cabeza evocó aquel último y terrible recuerdo de su padre. Un recuerdo del día de su muerte. Podía escuchar a la perfección la risa del hombre culpable de todo, aquel que le había arruinado la vida y que en ese momento se encontraba sentado plácidamente en el sillón de la sala donde todo había sucedido.

Law se encontraba hincado en el piso, sosteniendo el cadáver de su padre. Todos sus intentos de salvarle la vida habían sido en vano y ahora lo apretaba tan fuerte contra su pecho que toda la ropa se le había teñido de rojo.

—No... no puede ser... no... —repetía una y otra vez de manera inconsolable mientras se balanceaba de manera acompasada—. Por favor, Cora-san, perdóname...

Su mundo entero acababa de desmoronarse.

El hombre en el sillón, cansado de verlo llorar, finalmente se puso en pie, se estiró de manera perezosa e hizo crujir su cuello.

—Deja de hacer una escena, Trafalgar, él se lo buscó. Ya no hay nada que puedas hacer, agarra tus cosas y el dinero que por eso estamos aquí. Tenemos que largarnos antes de que la policía descubra lo que pasó.

La rabia que sintió al escucharlo fue demasiada. Sabía que era un monstruo, pero fue hasta ese fatídico momento que pudo verlo con suficiente claridad. Apretó los dientes con tanta fuerza que le empezó a doler la mandíbula. Clavó su atención en la pistola que había quedado tirada en el piso.

Estaba seguro de que todavía tenía balas. Solo quedaba una cosa por hacer...

...

El sacerdote finalmente despertó. Cubrió sus ojos con una de las manos y apretó los labios que le temblaban ligeramente. Estaba furioso, casi tan furioso como aquella vez.

Respiró profundo. El calor que provenía de la chimenea era tan intenso que su camisa estaba empapada y se le había adherido al cuerpo. Empezó a desabotonársela con la mano libre, sintiendo como le temblaba.

«No pienses en eso» se reprendió.

Hace años que había decidido seguir adelante y olvidar lo sucedido; era un hombre nuevo. No entendía por qué justo ahora el doloroso recuerdo lo había asaltado tan de repente.

«El pasado no se puede cambiar».

Volvió a jalar aire antes de destapar sus ojos. Observó sus manos con detenimiento admirando cada letra escrita en sus nudillos. Las frotó con suavidad, como si tuviera miedo de que se desvanecieran. Esas letras eran la única parte del tatuaje original que no se había atrevido a cubrir. Un tatuaje que antes de aquel fatídico día había lucido orgullosamente al lado de aquel hombre que tanto mal le había traído a su vida. Había decido conservar las letras como un doloroso recordatorio. Como un estigma...

—¿Por qué tienes la palabra «muerte» escrita en las manos?

Al voltear hacia su derecha se llevó un tremendo susto. El mugiwara estaba en cuclillas tan cerca de él que tuvo que retroceder hasta que su cabeza chocó contra la pared. No tenía idea de cómo no había notado antes su presencia. El joven sigiloso tenía la mirada puesta en él, con esa expresión extraña que seguía inquietándolo.

—¿¡Qué haces aquí!? —soltó alterado. Tragó saliva e intentó componer el tono de su voz—. No deberías estar despierto, vuelve a la cama —le comentó a la par que recobraba la compostura.

Un paso en la penumbraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora