Capítulo I "El Cataclismo Divino"

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En el epicentro del terremoto que sacudió la Ciudad de Lágrimas, la tierra misma temblaba con una furia desatada. Los cimientos de edificaciones majestuosas, testigos silenciosos del paso del tiempo, crujían y se resquebrajaban como si la esencia misma de la ciudad se estuviera desmoronando.

La oscuridad de la noche era engullida por una negrura más profunda, una sombra que se elevaba desde lo más profundo de la tierra. Mientras las calles se deformaban y se alzaban columnas de polvo, la población aterrada trataba de encontrar un refugio en medio del caos. Sin embargo, lo que desconocían era que este terremoto, aparentemente natural, era el despertar de una entidad.

Bajo el estruendo ensordecedor, aquel ser superior, comenzaba a liberarse. Su presencia, impregnada de una energía opresiva y corrosiva, emitía ondas que resonaban con la oscuridad latente en el corazón de la ciudad. Las luces titilantes de farolas y edificios se volvían débiles frente a la energía intensa que emanaba de las entrañas de la tierra.

Los escombros danzaban en el aire como espectros en la penumbra, y la población, ignorante de la verdadera naturaleza de su desgracia, corría frenéticamente entre grietas que se abrían en las calles. La tierra rugía como un ser vivo, y el temblor continuo era una siniestra danza orquestada por las sombras liberadas.

En este escenario apocalíptico, la Ciudad de Lágrimas se estremecía ante fuerzas que escapaban a su comprensión. Los ciudadanos, agarrados a la ilusión de un terremoto común, no percibían la influencia de aquel ser superior. Las sombras se alargaban, retorciéndose en una danza enérgica, mientras la ciudad se sumía en un caos que iba más allá de la mera destrucción física.

Mientras el suelo continuaba su danza convulsa. La tierra misma gemía bajo la presión de fuerzas divinas, y aquellos que intentaban entender el origen de su desesperación solo encontraban la impenetrable oscuridad que se cernía sobre ellos. La Ciudad de Lágrimas, envuelta en el tumulto del despertar, se convertía en un escenario surrealista.

Mientras tanto Hornet y Quirrel luchaban por salir del imponente edificio en el que se habían hospedado, en medio del temblor, fragmentos de recuerdos esporádicos se entrelazaban con la tensión del momento. Hornet, apoyándose en la aguja, veía esquivos destellos del pasado.

Entre los escombros y las sombras, Hornet experimentó breves instantes de recuerdos. En esos fragmentos fugaces, vio a un pequello caballero. La figura enmascarada la observaba fijamente con una mirada vacía, como si estuviera presente pero ausente al mismo tiempo. La sensación de que aquel caballero la conocía, aunque las piezas del rompecabezas permanecían dispersas en su mente, añadía un misterio adicional a su situación.

En un resquicio de la memoria, la figura del pequeño ser se interponía entre la penumbra de los escombros. Sus ojos, ocultos tras la máscara, parecían penetrar en lo más profundo de Hornet. No era solo la mirada, sino la extraña conexión que escapaba a la comprensión de Hornet.

En medio de estos recuerdos esporádicos, un momento de distracción hizo que Hornet tropezara con un trozo de escombro irregular. Su pierna se enredó, y la aguja del cayó al suelo con un sonido sordo. Un dolor agudo la recorrió cuando el filo se clavó en su pierna.

La herida, producida durante ese desastre mientras su mente viajaba a fragmentos del pasado, se volvió una dolorosa recordatoria de la fragilidad del presente. Quirrel, sin comprender completamente la distracción de Hornet, la ayudó a levantarse y, con determinación renovada, continuaron su escape.

Cada paso se volvía más desafiante, no solo por el terremoto que sacudía el edificio, sino también por la herida que marcaba su pierna. Los recuerdos esporádicos seguían aflorando, y Hornet se esforzaba por concentrarse en el presente, sabiendo que la distracción podría costarles el escape.

Penumbras del VacíoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora