XXVII: Y las cicatrices sangrarán.

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El baho del cuarto de baño comenzaba a ser tan espeso que impedía la visión con claridad. James llevaba cerca de una hora sentado en el suelo de su ducha, la piel de sus hombros estaba enrojecida por el calor del agua hirviendo incidiendo sobre ella. Su cabeza no dejaba de pensar en las últimas palabras de Anne, en cómo lo contempló con verdadero dolor. Las lágrimas se precipitaban por su rostro sin necesitad de sollozar. Aquella era la razón de por qué llevaba tanto tiempo allí postrado, no era capaz de llorar en un lugar donde sus lágrimas no se camuflaran con el agua.

Cuando reunió las fuerzas suficientes para salir del cuarto de baño, comenzó a vestirse y a hacer la maleta de nuevo. El dolor comenzaba a convertirse en rabia, rabia hacia su padre. No podía creer lo mucho que había cambiado todo en sólo un par de horas. No podía creer que aquella velada le haría perder al amor de su vida. Porque sí, ahora era capaz de darse cuenta; Anne Levi había sido el mayor huracán que había asolado su corazón, dejándolo todo patas arriba tras su marcha.

Bajó las escaleras con rapidez, con la bolsa de lona colgando de su hombro. Estaba a tan sólo un par de metros de la puerta, listo para irse y no regresar más, por lo que a él respectaba ya no había nada que le atara a aquel lugar aparte de una habitación llena de recuerdos. Pero la figura de un hombre de espalda ancha lo frenó. Era Joseph.

— ¿A dónde crees que vas? —preguntó su padre con un tono autoritario. Su labio aún estaba hinchado.

James sonrió para sus adentros. Ojalá su madre no lo hubiera frenado, pensó.

— No vas a salir de esta casa hasta que hablemos un par de cosas —no estaba para juegos— No vas a volver a salirte con la tuya.

Otra palabra más y James no se lo pensaría dos veces; iría directo a su cuello.

— ¿Puedes apartarte de mi camino, por favor? —cuestionó James con fingidos modales. Las dimensiones de su mandíbula habían crecido por la fuerza con la que apretaba una fila de dientes contra otra.

Joseph no movió ni un músculo, la seriedad de su rostro era firme y su postura desafiante.

— Te doy cinco segundos para que te apartes —Caroline apareció en el vestíbulo con un hielo en un paño para bajar la hinchazón de su marido— Si no lo haces, prometo esta vez acabar lo que he empezado. Y no habrá ser humano que me frene —amenazó, bajo la atenta mirada de su madre, sabiendo que esta vez no podría hacer nada.

Pero su marido se mantenía inmóvil, con la misma mirada retadora. No le importaba acabar en el hospital con tal de defender su autoridad de padre —pues aún a estas alturas pensaba que tenía alguna con respecto a James—. Este último dejó caer la lona de deporte al suelo, el ruido sordo cortó por un segundo la tensión que se respiraba en aquella casa. Devlin comenzó a quitarse la chaqueta vaquera, sin un atisbo de duda en cada uno de sus movimientos. Antes de que pudiera dejar sus bíceps al aire, su madre se interpuso entre ambos.

— ¡Basta! —vociferó, ahogada de angustia— Dejad esta trifulca, por favor os lo pido —su mirada viajó de su marido a su hijo— James, tranquilízate. Ponte la chaqueta de nuevo —rogó, viendo cómo sus puños se ponían morados de la fuerza y la rabia— Joseph, por favor, deja que el niño se marche. Ya arreglaréis esto cuando ambos estéis más tranquilos.

Su marido la miró con desprecio por estar pidiéndole que faltase a su honor y su valor, como si se acobardase frente a su hijo, aquel ser que sólo le había traído problemas y humillaciones.

— Está bien —aceptó, segundos después— Pero, una vez que cruces por esa puerta, tú y yo no tendremos nada que ver. Dejarás de ser mi hijo.

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora