XIX: Uno nunca se cansa de contemplar a un ángel.

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  • Dedicado a Hermanita<3.
                                    


Anne se separó de los labios de James con pesar, lentamente, saboreando cada instante previo antes de recuperar el aliento. Abrió los ojos cuando ya no sentía su contacto y mantuvo una mínima distancia, dispuesta a devorarle de nuevo.


— ¿Nos vamos? —preguntó ella una octava más alta.


— Creí que nunca lo preguntarías —admitió Devlin, con una sonrisa juguetona, sintiendo todavía los labios de Anne contra su boca.


Se levantó del saliente de la pared de ladrillo y se dirigió hacia el borde de la acera, a expensas de parar un taxi.


— ¿No vas a entrar a despedirte de tu amiguita? —cuestionó con cierta maldad, aún recelosa por el asunto.


— Con ella he quedado luego -miró su reloj de pulsera— Así que date prisa, sólo puedo concederte treinta minutos de mi tiempo para hacerte disfrutar.


Anne lo escudriñó con la mirada, deseando tener algo que lanzarle a la cara y destrozar esa sonrisa de seductor nato con la que contaba.


— Di mejor que tienes menos de treinta minutos para cascártela en el taxi de vuelta a casa, porque a mi no me tocas ni con un palo —aseguró de brazos cruzados, acercándose a la carretera en busca de algún taxista.


James carcajeó sonoramente, aquella melodiosa risa capaz de erizarle el vello de la nuca a Anne. Ella le miró de reojo, juzgándole, él la rodeó con sus brazos. Quiso resistirse, apartarlo de un manotazo; pero echaba tanto de menos su contacto que lo dejó estar.


— ¿Ni siquiera con un palo muy largo? —cuestionó inocentemente, susurrándole sobre el oido.


Anne quiso reírse de su estupidez, pero su orgullo se lo impidió. Antes de que pudiera contestarle con alguno de sus comentarios ingeniosos; un taxi paró frente a ellos preparado para una nueva ruta.



Cuando ya estuvieron dentro del vehículo, James se tomó la libertad de contemplar con detenimiento a Anne mientras ésta se entretenía viendo qué había más allá de la ventana, y manteniendo aún ese enfado ficticio.


Contempló su perfil y esa forma particular de fruncir levemente el ceño cuando estaba concentrada en algo. Se mordía la uña del dedo índice, pareciendo aún más ardiente pero de un modo adorable. La línea de sus hombros no estaba tensa, lo que indicaba que había enterrado el hacha de guerra por al menos cinco minutos. Vista así, con la luz de las farolas alumbrando sólo la mitad de su rostro, parecía un ángel. Un ángel rodeado de humanos que no sabían apreciar su belleza.


Anne giró su rostro lentamente al sentir la mirada incesante de James. Se sorprendió de su expresión relajada y maravillada al mismo tiempo, como si estuviera disfrutando de la mayor obra de arte conocida por el ser humano.


— ¿Qué? —preguntó, volviendo a fruncir el ceño. Ni siquiera ese acto le restaba belleza a su expresión.


— Nada, creí haber visto a un ángel —admitió James sin dejar de contemplar sus ojos.


Por un instante, su rostro era la viva imagen de la confusión. Pero entonces comprendió a quién se refería y la extensión de su boca creció varios centímetros hasta mostrar sus dientes. Pocas veces Anne sonreía mostrando su hermosa dentadura, pero las ocasiones que lo hacía te dejaban exhausto hasta el punto de necesitar contemplar esa sonrisa todos los días de tu vida.


Y en ese momento lo supo: estaba equivocado. Claro que Anne Levi merecía la pena. Merecía cada uno de los dolores de cabeza que le había causado. Merecía cada una de las dudas y de las preguntas sin respuesta de las que había sido víctima. Merecía su tiempo. Y, sobretodo, merecía darle una oportunidad a las sensaciones que despertaban en su interior cuando la veía sonreír.

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora