XXIX: Las estrellas no brillan para nosotros.

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James llevaba días sin salir del despacho, el único motivo de peso que le hacía abandonar aquellas cuatro paredes era la necesidad de dormir. Aunque lo que hacía en su apartamento no podía considerarse dormir. Cuando el reloj marcaba más de las dos de la mañana, decidía que era hora de regresar a casa. Conforme entraba por la puerta, se tumbaba en la cama haciendo de su cuerpo una pequeña bolita y se quedaba con los ojos abiertos como platos, incapaz de invocar a Morfeo. Al cabo de unas horas, sus ojos desistían y conseguía pegar ojo. Pero nunca más de cuatro horas seguidas. A continuación, se duchaba, se cambiaba de ropa y de vuelta al despacho.

— ¡Hey, hermano! ¿Cómo va eso? —saludó Tyler, en un intento de animar el ambiente. Pero en cuanto su mirada se cruzó con la de su amigo, supo que no había esperanza para ese hecho.

Las bolsas bajo sus ojos se extendían hasta la mitad de su rostro, con un color morado que comenzaba a ser preocupante. Sus mejillas habían perdido bastante volumen, al igual que su cuerpo. ¿Cuántos kilos podría haber perdido? ¿Cinco? ¿Seis? No lo sabía, y tampoco le importaba. Llevaba la corbata medio anudada, Tyler supuso que era debido a un momento puntual de agobio. Pero la razón es que había desistido hasta de vestirse medianamente bien. Tenía una imagen deplorable. Reflejo de su alma por dentro.

— ¿Cómo te encuentras? —preguntó Banks, a pesar de que la respuesta era bastante evidente.

James alzó las cejas y se dedicó una rápida mirada de arriba a abajo que a penas duró un segundo. Aquella pregunta podía contestarse por sí sola. Tyler apretó un labio contra otro, sintiéndose estúpido y mal consigo mismo. Quería ayudar a su mejor amigo, pero ¿cómo puede sanar una tercera persona heridas internas?

— Uf.. —suspiró, sin saber bien qué debía decir— Tienes que intentar superarlo, colega. Anne ha sido una más, como tantas otras. Ahí fuera hay montones de tias por las que merece la pena calentarse la cabeza, no te hundas.

Quizá Tyler no era el mejor consolando o dando consejos, pero hacía las cosas con su mejor intención. Lo cierto es que no sabía el verdadero motivo por el que James se encontraba tan mal, pues pensaba que era debido a que habían roto —por calificar de algún modo a aquello que compartían—. Desconocía que realmente la mujer que su amigo tanto amaba se había acostado con su padre. Pensar en aquel hecho le revolvía las entrañas.

— Si vas a empezar con uno de tus sermones, te lo agradezco pero no estoy de humor, Tyler —garantizó James, sin lugar a réplica.

Tyler calló, entendía que lo último que quería oír eran las típicas frases hechas en estas situaciones, tales como: No te preocupes, todo irá bien. No te merecía. Hay más peces en el mar. Lo único que nadie parecía entender es que él estaba enamorado. Enamorado. Y eso significaba estar en un único mar con el único pez que te importa y te importará jamás.

— ¿Quieres que te cuente algo? —preguntó su mejor amigo, en una búsqueda desesperada por acabar con aquel silencio incómodo.

James se moría por decir que no, que deseaba estar solo. Pero había pasado tantas horas en la soledad de su despacho que comenzaba a extrañar el calor de la gente cercana. Así que lo dejó pasar, si Tyler quería contar alguna de sus estúpidas anécdotas era bien recibido.

— Ayer fui al bareto de Lewis, el pelirrojo este que te presenté en la última fiesta de fin de año..

James desconectó dos segundos después, asentia cada equis tiempo como un robot programado. De vez en cuando fingía una expresión de interés, aun a sabiendas de que no estaba escuchando palabra alguna.

El golpe que la puerta dio contra la pared sacó a James de su propia ensoñación, haciendo que Tyler parase bruscamente de hablar. Frente al umbral de la puerta apareció la única persona que no deseaba ver jamás, aquella que le hacía hervir la sangre. La única persona a la que verdaderamente consideraba que odiaba: su padre.

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora