I: Utilidades de los billetes de un dólar.

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El atardecer había caido en la ciudad de Nueva York. Los grandes edificios le impedían al sol mostrar su última fase antes de decir adiós. El color anaranjado que tenía el cielo sólo era un privilegio a manos de aquellos cercanos al río, donde podían gozar de un momento de tranquilidad alejados de esa selva de cemento.

El joven James Devlin, promesa neoyorkina del mundo de la publicidad, suspiraba cansado desde la mesa de juntas con el atardecer a sus espaldas. Acababa de terminar una reunión que fácilmente podría haberse alargado cuatro horas, más sólo hicieron falta tres y media para que los directivos de una conocida marca de productos sexuales accedieran a ponerse en manos de Devlin y los suyos.

Daba gracias que, después del mes que había invertido dejándose la piel para que la compañía aceptase, al fin su esfuerzo comenzaba a dar frutos.

— Creo que se me levantó cuando vi que el pez gordo de Bridget firmó el contrato finalmente —exclamó Tyler Banks, socio y amigo de James mientras se vertía un whisky del pequeño mini bar de la sala de juntas.

Jamie rió dejando que sus hombros danzasen libremente. Subió las piernas en la mesa y se recostó en el sillón de cuero sintético, cruzando los dedos detrás de la nuca.

— No creo que se te levantara por la firma. Yo diría que él te ponía cachondo —bromeó James.

Era un golpe bajo teniendo en cuenta que el señor Bridget era un gordo calvorota con papada colgandera que le rozaba el cuello de la camisa. Y eso sin contar las gafas de culo de vaso instaladas en el puente de su nariz, lo que hacía que sus ojos parecieran el doble de grandes. La ironía era que, siendo tan sumamente poco atractivo, fuera el director general de una compañía de productos sexuales.

— ¡Salgamos a celebrarlo! —anunció terminándose de un trago su whisky— Esta operación ha consumido todo mi tiempo de ocio este último mes.

— ¿Tiempo de ocio? —preguntó divertido mientras se aflojaba el nudo de la corbata— ¿Así llamas al tiempo que inviertes en beneficiarte a alguien?

— Así lo llamo de puertas para dentro estando en la oficina. ¡Venga, sabes que no soy un mojigato!

James carcajeó. Conocía bien a Tyler como para afirmar que la definición de esa palabra y él no eran compatibles.

— No, y por eso mismo me asusta a donde quieras llevarme.

Sacó el teléfono móvil de uno de los bolsillos internos de la americana de su traje azul oscuro. En la pantalla había cerca de diez llamadas perdidas. Rodó los ojos y volvió a depositarlo en su lugar tras eliminar el aviso, ni siquiera se había tomado la molestia de ver quién era.

— Venga ya, ¿cuánto tiempo hace que no mojas? —James juntó sus cejas y mostró una sonrisa, dedicándole una graciosa mueca a su amigo.

No era de su incumbencia, pero cierto era que no había probado carne fresca desde hacía tantas semanas que había perdido la cuenta.

—Tu voto de castidad ha llegado hoy a su fin —se acercó a él pasando su brazo por encima de su hombro y con un gesto exagerado con la mano contraria, continuó—; ¡Levanta, hermano, y deja que te muestre cómo las piernas de media ciudad se abren ante nosotros!

Pillar un taxi había sido fácil, lo cual era sorprendente dada la hora. Cuando la gente decía que Nueva York era la ciudad que nunca duerme, hablaban en serio. Lo complicado se avecinó con un atasco kilométrico. James lucía relajado, sin importarle lo más mínimo los bocinazos de los coches vecinos o los improperios que se lanzaban entre conductores. Al contrario de Tyler, que se movía inquieto en el asiento trasero del taxi amarillo. Había estado haciendo un par de llamadas que James había ignorado, la tarea de revisar su correo electrónico le había parecido más entretenida. 

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora