XXVI: ¿Juego ganado o juego perdido?

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James se había desvelado aquella noche, las voces de su cabeza no le permitieron conciliar el sueño de nuevo. Había un sido un día lleno de emociones que aún no terminaba de asimilar. ¿De verdad, en unos meses, sostendría en sus brazos al pequeñín de la familia? No podía esperar a conocerle, a que rodeara su pulgar con su diminuta mano, como si se tratara de un pacto entre tío y sobrino del que solo ellos serían partícipes. Ya era capaz de ver cómo lo enseñaría a jugar al béisbol, aficionarse a los partidos de los Knicks y a piropear a una mujer cuando fuera un adolescente. No podía esperar, el corazón le brincaba emocionado.

Giró su cuerpo con suavidad sobre la cama, Anne yacía dormida frente a él con la boca entreabierta y una expresión de vulnerabilidad dominando su rostro. Vista así parecía tan frágil, tan necesitada de amor.

El amor es como una enfermedad.

Aquella frase no había abandonado la cabeza de James en toda la noche. ¿Cómo podía alguien pensar eso del amor, el sentimiento más puro y real de esta vida? La contemplaba fijamente, temiendo que la intensidad de su mirada perturbara su sueño. Observaba cada uno de los detalles de su rostro; los movimientos tiernos de su nariz cada vez que cogía aire, aquellos labios rosados que parecían pedir a gritos un beso de buenas noches, cómo caían los mechones de pelo sobre sus mejillas como si también quisieran sentir su contacto. James extendió su mano y los apartó con cuidado, sintiendo en las yemas de sus dedos la suavidad de su piel.

Acarició levemente la comisura de sus labios, calientes y húmedos, haciendo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal a Anne y la hiciera estremecerse entre las sábanas. James sonrió, podía comprobar que su cuerpo también respondía ante su contacto.

La curiosidad golpeó su estómago, estuvo a punto de despertar a su amante para preguntarle por qué creía eso del amor. Qué situación tan traumatica había vivido para alegar algo tan horrible. Sus palabras solo le habían hecho compadecerse de ella y querer acunarla durante el resto de su vida, lo tenía claro.

Cansado de sentirse preso en aquella cama, se colocó las zapatillas y con el cuidado suficiente abandonó la cama para dirigirse al piso de abajo. Siempre que Morfeo se negaba a recibirlo entre sus brazos de nuevo, tomaba un vaso de leche.

Cruzó la puerta de la cocina al mismo tiempo que tanteaba la pared, buscando el interruptor. Hacía tanto tiempo que no pisaba su casa que se había olvidado de las cosas más simples. En la oscuridad y tranquilidad de esa habitación, su corazón sintió la nostalgia de los días felices; cuando aquel lugar no era un campo de batalla.

Solo parecía un hogar cuando las sombras de la noche rodeaban todo a su paso.

Después de haber conseguido encender una de las luces auxiliares, se dirigió hacia el frigorífico y sacó el cartón de leche. Antes de verterlo sobre un vaso, sintió la necesidad de beber del brick; como si regresara a su adolescencia.

        — Te he dicho mil veces que no bebas directamente del cartón —sonó una voz desde el umbral de la puerta.

James se sobresaltó, a punto de escupir la leche de su boca. Casi había olvidado que un rasgo típico de su adolescencia era la sombra de su padre, siempre detrás de él para decirle qué era o no correcto.

Se masajeó las sienes, no le apetecía compartir silla con él ahora que se había sentado en la barra del desayuno.

        — Supuse que estarías durmiendo —afirmó, mientras cogía un vaso del estante más alto del armario.

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora