VIII: Imbéciles insatisfechos.

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Willy pasaba un paño limpio y húmedo por la barra, deshaciéndose de los restos de bebida esparcida a lo largo de ésta. Hablaba con un señor de edad media, aunque se le podían comenzar a notar las canas en el cabello. Estaba recostado y con medio cuerpo fuera del taburete, quejándose sobre lo poco interesante que era su vida con una mujer renegona y una suegra insoportable, a las cuales debía soportar 24h al día —exceptuando cuando debía ir a trabajar—. Willy no prestaba demasiada atención, era costumbre el tener que soportar batallitas de diferentes clientes a lo largo de la noche. Por ello, su táctica era fingir que escuchaba con atención mientras mostraba una sonrisa amable, asintiendo en ocasiones y dedicándose a lo que debiera en ese momento.

Anne llegó por uno de los laterales de la barra y contempló la escena con burla. Un caballero de una de las mesas del fondo le silbó, reconociendo que aquel trasero era el que se contorneaba tan bien sobre el escenario sus días de actuación. Quiso girarse y cruzarle la cara con la bandeja que llevaba en las manos. ¿Qué se creía que era, un perro? Sílbale a tu puta madre, pensó con coraje y tuvo que morderse la lengua por no soltarlo. A veces no sabía qué situación era peor; si la de Willy soportando historias de borrachos miserables o la suya, soportando los halagos de esos mismos miserables.

Le pidió un par de cervezas a Willy y se marchó hacia la mesa en la que habían pedido. Eso de ser camarera además de bailarina iba de lujo para su curriculum, cuantos más puestos desempeñara más posibilidades tenía de encontrar trabajo. Aunque no tenía intenciones de cambiar, por el momento.

Ellie, su compañera mulata, se acercó a ella por detrás cuando ya había servido a ese par de clientes.

— Anne, tienes trabajito —le susurró al oído.

Ellie venía de bailar sobre el escenario, sólo había que ver lo sudada que iba para comprobar que así era. Anne rodó los ojos, eso significaba que debía contonearse para un cliente en especial y de manera privada. Privada entre comillas, porque por petición de las chicas que allí trabajaban, no estaba permitido adentrarse en una habitación aparte para realizar un baile. Por su seguridad, principalmente.

— ¿En serio? —puso cara de asco— Yo que esperaba que hoy no tuviera que acercarme más de lo debido a nadie.

Ellie sonrió, comprendiendo a qué se refería. Cuando más tranquila querías pasar una noche, más compromisos te surgían.

— Piensa en la buena propina que te llevarás a casa esta noche.

Al menos aquello era cierto. El tipo que quisiera tal servicio, no sólo tenía que pagarlo aparte, sino que además debía abonarle cierta propina a su bailarina.

Dejando su pequeño delantal y la bandeja en la barra para que Willy se lo guardara, se dirigió hacia la esquina derecha del local, la más oscura y solitaria donde tenían lugar los bailes privados. Por suerte para Anne, por los altavoces comenzó a sonar una canción que le gustaba mucho y consiguió motivarse. Al menos movería el trasero a un buen ritmo.

El caballero, de melena negra a la altura de los hombros, y una cara larga se encontraba sentado sobre una de las sillas, esbozando una sonrisa picarona. Anne se rió de él para sí misma, imaginando que probablemente se sentía con posibilidades de poder tirarle los tejos.

— Hola, muñeca —saludó él con una voz grave. Ella le dedicó una sonrisa fingida que anunciaba que iban a pasárselo muy bien. O bueno, quizá sólo él.

Anne se acercó por detrás y le colocó un antifaz sobre los ojos. Ahora que no podía ver esa mirada de loco ansioso por echar un polvo, se sentía más tranquila y menos asqueada. Le pasó las manos por el pecho hasta bajar a las piernas y separó éstas. Una risa tonta se le escapó al susodicho, era como un adolescente nervioso ante su primera vez con una mujer de verdad.

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora