III: ¿A la altura de las expectativas?

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James yacía relajado sobre su cama, con las sábanas rodeadas alrededor de sus piernas. Tenía uno de sus brazos estirados sobre el colchón mientras que el contrario se retorcía sobre la almohada. Su pecho desnudo ascendía y descendía  a un ritmo tranquilo a la vez que la ciudad de Nueva York iniciaba un nuevo día.

La sudor desprendida horas antes hacía mella en su piel pegajosa. Bostezó cuando la molesta bocina de un posible taxi taladró sus oídos, despertándolo momentaneamente de un sueño que no recordaba. Se masajeó el rostro mientras despegaba sus ojos con dificultad. Contempló el lado contrario de su cama y se sorprendió al no ver a la apuesta chica con la que había compartido su noche. Una gran noche.

Se levantó de la cama sin la preocupación de cubrir su zona baja. Con un segundo bostezo, se adentró en el cuarto de baño y orinó deshaciéndose de la última gota de alcohol que contenía su cuerpo.

Le costó recordar el nombre de su acompañante, no porque fuera un capullo sin sentimientos —lo cual había llegado a ser alguna que otra vez—, sino porque sus capacidades mentales todavía no estaban al cien por cien.

— ¿Chlóe? —alzó la voz, aún ensoñiscado.

Se acercó hasta la cocina, más no encontró a nadie. Ni siquiera una insignificante taza sucia en el fregadero señal de que su ligue se había ido desayunada. Si no fuera porque no tenía resaca y se acordaba perfectamente de todo, habría jurado que todo fue una fantasía producto de su imaginación.

Abrió la puerta del frigorífico y cogió el brick de leche. No solía desayunar demasiado, pero aquella mañana se levantó con la sensación de deshidratación en su cuerpo. Posiblemente por la cantidad de agua y sales que había quemado la noche anterior.

El sonido de su teléfono le hizo apartar la boca del brick de leche, apresurándose de vuelta a su cuarto para contestar. Lo buscó en la mesilla, entre las sábanas de su cama, debajo de ésta y en sus pantalones, pero no lo encontró. Recordó que se encontraba en el bolsillo interno de su chaqueta, la cual yacía sobre la alfombra beige a los pies de la cama.

— ¿Sí? —contestó sin mirar la pantalla.

— Cabrón, ¿aún estás en la cama? —era Tyler, se había percatado del tono somnoliento de James— Como no estés en la oficina dentro de veinte minutos te arrancaré los cojones a mordiscos.

— ¿A qué se debe tanto amor mañanero? —preguntó recogiendo la americana del suelo y los pantalones de traje que intentaban esconderse bajo la cama, lugar donde encontró los calzoncillos que claramente no llevaba puestos.

— La reunión con el señor Bridget es en menos de una hora y, teniendo en cuenta que se van a tratar los últimos detalles del proyecto, yo diría que te interesa estar aquí.

James se golpeó la frente con la palma de la mano contraria, lo había olvidado por completo.

— Posees diecinueve minutos para plantarte en la oficina si no quieres darle un motivo más a tu padre por lo que estar aún menos orgulloso de ti —había sido cruel, pero era cierto.

— Que te jodan.

— Buenos días para ti también —masculló. James colgó, la risa estridente de Tyler penetraba en sus oídos.

Tenía menos de veinte minutos para plantarse en el trabajo, y teniendo en cuenta que debía bañarse, desayunar y cruzar en hora punta la mitad de la ciudad de Nueva York; debió haber salido de casa hacía media hora.

Ni el gran atasco, ni el sudor de su cuerpo, ni su estómago vacío impidió que James llegara a la sala de juntas sano y casi salvo. Casi porque, por muy poco, un ciclista acaba con él en la misma puerta del edificio de oficinas. Por suerte, sólo acabó cogeando y con el corazón en la boca. ¿Desde cuándo una bicicleta alcanzaba esa velocidad?

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora