XI

51 13 0
                                    


El agua caliente se tiñe de café oscuro, dando vueltas en la taza igual que lo hacen sus pensamientos en su mente. Un brownie cubierto de chocolate blanco está colocado sobre un bonito plato de porcelana, la cocina llena del suave aroma de la vainilla y canela que Leo usa para sus galletas. 

—Robert ama éstas galletas. Voy a hacer una tanda para que se la lleve. —Eso había dicho cuando lo llevó a la cocina, tarareando mientras le servía agua para un café junto a un postre, regresando a preparar la masa. Luce más contento con cada día que pasa, más saludable también. 

Hoy lo recibió vestido con una simple camiseta blanca junto a un par de shorts azules que le llegan a la mitad del muslo. La vista de sus piernas es tentadora como siempre, sobretodo cuando el delantal amarrado a su cintura sirve para destacar sus caderas y su trasero. 

—Pareces tenso.

Parpadea, él cierra la puerta del refrigerador, tomando un paño para limpiar la superficie previamente utilizada. Su mirada lo sigue, esperando con paciencia a que decida compartir sus pensamientos. Cuando llegó hoy, habían compartido un pequeño beso; antes había pensado que tendría que pasar tiempo antes de que Leo lo considerará una pareja potencial, no solo alguien con quién divertirse un poco. Se pregunta si será buena idea decirle lo que sucede.

Él parece sentir su vacilación. Se quita el delantal y limpia sus manos antes de acercarse, levanta la mirada cuando lo tiene en frente, él coloca a un lado su desayuno para poder sentarse sobre la mesa. Trata de no sentirse acelerado y nervioso por estar en medio de sus piernas abiertas, recordando donde había estado su boca, su sabor junto a los lindos sonidos que dejaba salir.

—Vamos, podés confiar en mi. 

Sonríe, tomándose el atrevimiento de colocar sus manos sobre sus muslos, la piel tibia bajo sus palmas lo ancla a tierra. Sabe que tiene miedo de ser juzgado, señalado como un monstruo. El caso nunca había salido a la luz más allá de los involucrados y los superiores, quienes le dieron un abrazo además de un agradecimiento por salvar a uno de sus chicos. Suspira, decidiendo compartir un pedacito de él. 

—Cuando tenía veinticinco años estaba investigando el asesinato de una familia a manos del padre. Él había secuestrado a dos policías. Yo llegué a la escena y... Tuve que matarlo... —Aprieta su muslos, tratando de detener el temblor de sus manos. —Fue mi primer asesinato, en defensa propia además de proteger a un compañero. Pero el recuerdo me atormenta.

Él lo atrae a su cuerpo, abrazándolo para permitirle ocultar su rostro en su pecho. Suspira, dejando sus pulmones llenarse del aroma a lavanda de su ropa, un toque a azúcar y caramelo que lo relaja. Se siente bien, piensa que podría estar feliz siempre que estuviera entre los brazos de Leo. Está profundamente enamorado de él.

—No tenés que cargar con eso, Guille. Era tu vida o la suya, ¿no? 

—Si...

Un par de manos gentiles le levantan el rostro, es curioso tener que verlo hacía arriba cuando está acostumbrado a bajar la mirada para poder apreciar su bello rostro. Cierra los ojos, contento al sentir unos labios suaves contra los suyos. Leo lo besa con calma, calmando su mente, asegurándole que todavía lo quiere, y que atrevido de su parte pensar que Leo lo quiere de la misma forma. 

Se separan luego de unos minutos, sin dejar que el beso escale a algo más íntimo e intenso. Sólo una suave caricia destinada a entrelazar sus corazones, expresar sentimientos que aún no pueden decir en voz alta. Recarga su frente contra su pecho, se siente doméstico de la mejor manera, pero aún hay preguntas picando en el fondo de su mente.

—Oye, Leo. —Él hace un sonido, acariciando sus rizos de una manera que podría hacerlo gemir si no le diera demasiada vergüenza. —¿A dónde vas cada domingo? 

Expediente 65Donde viven las historias. Descúbrelo ahora