El éxodo

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En la madrugada de la fecha fijada el grupo de Hellsa tenía armados sus carros para seguir a la caravana popular. Cuando se inició la marcha, los disidentes empezaron a sentirse intranquilos ya que observaron que, a pesar de estar últimos, no tenían mucha escapatoria; los vigilantes del Mester cerraban la fila y controlaban la retaguardia, en principio para mantener la seguridad de los pueblerinos. El grupo comenzó a retrasarse, ya que habían puesto caballos viejos y torpes arrastrando los carros; entonces los hombres armados los fustigaban para que se apuraran y no quedaran atrás.

- ¡Arre! ¡Hacé caminar a ese mancarrón! -vociferó el que llevaba la batuta.

- ¡Estoy con la fusta!, pero es viejo y hace lo que puede -retrucó Harlock que iba primero.

- Estamos para vigilar la retaguardia, no para cuidarlos a ustedes -respondió otro que estaba cerca.

- ¡Entonces sigan, sigan...! Si maltrato a mis caballos, no vamos a llegar ni al campamento -ordenó Hellsa con voz imperiosa.

Tal vez fue el gesto o el tono o las dos cosas a la vez que hicieron que los vigilantes avanzaran y los dejaran. Siguieron el camino, porque sabían que iban a volver; hicieron unos kilómetros más y armaron toda una escena, como si una de las ruedas se hubiera roto. Se quedaron ahí hasta que vieron que volvían al galope los mismos de antes; eso significaba que había suficiente distancia con la caravana masiva. 

- ¿Y ahora qué? -chilló el principal.

- Se rompió la rueda -respondió Harlock impasible.

El hombre se dirigió a los carros que estaban atrás y los conminó a seguir.

- Perdón, señor, pero mi marido está ayudando para solucionar el problema y en los otros carros están familiares míos, por lo que no queremos separarnos -explicó Jasy con suave voz.

- Me importa tres rábanos que sean familiares. ¡Andando! Ya los van a alcanzar. 

Ante semejante orden intempestiva bajaron todas las personas de los carromatos y se aproximaron las que estaban bajo la sombra de los árboles para encararlo de malas maneras. Al verse sobrepasado por la situación, decidió dejar a uno de sus compañeros con el grupo hasta que pudieran dar alcance a los demás.

En cuanto vieron que los vigilantes se perdían de vista, Hellsa se acercó al chico que habían dejado y le ofreció un vaso con agua. El ingenuo aceptó agradecido y quedó inconsciente sobre el suelo a los cinco minutos. Todos iniciaron el recambio con celeridad. Aparecieron los caballos fuertes y jóvenes que tenían escondidos en las cercanías y retomaron el camino opuesto, pero siguieron por una ruta desconocida, diferente a la que llevaba al pueblo. 

La idea era que la romería del Mester se diera cuenta de su ausencia a la mañana siguiente, cuando confirmaran que el grupo demorado no había llegado todavía, que enviasen a los vigilantes a buscarlos, que tuvieran que volver para dar aviso, que recibieran la orden de ir a buscarlos hasta el pueblo para tener que regresar sin noticias y ya la distancia sería una diferencia de casi dos días, ya que ellos seguirían de día y de noche con recambio de caballos frescos para tirar de los carros.

Al tercer día decidieron que ya existía un trecho suficiente para que no los encontraran. Esa noche acamparon en un claro del bosque, pero no prendieron ninguna fogata; no debían dar señales de su presencia. El problema eran los animales salvajes que podían atacarlos, por lo que fue necesario dejar una guardia de varias personas. Por suerte, la luna surgía redonda y luminosa en el cielo, lo que les permitía cierta visión en la noche. 

Hellsa se acostó junto a Harlock, quien la abrazó para tenerla más cerca y poder aprovechar el calor de los cuerpos. Sin embargo, esa actitud no fue bien vista por los gatos; Sulug se acostó en el cuello de su ama, mientras ponía la cola sobre la cara del intruso, Snorka se desplegó en el hueco entre los dos, mientras Arya, Brann y Kaira se ubicaban en diferentes puntas como si formaran un triángulo de protección. 



La hechicera rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora