12. Nublada por el alcohol

352 27 19
                                    

Javier me ha traído a un bar-discoteca que, a decir verdad, es precioso. El ambiente que se respira es estupendo y se huele a vainilla. Estamos sentados en una mesa, cerca de la barra. Me gusta el sitio porque la música no está fuerte y se puede hablar tranquilamente. Delante de nosotros hay dos copas que él ha elegido. El lugar tiene todas las papeletas para ser especial y para hacerme pasar una noche mágica e inolvidable a su lado pero mi mente no está aquí, en la mesa con nosotros.

—¿Te encuentras bien? —pregunta, empezando a preocuparse por mi ausencia.

—Sí, sí.

—¿De verdad? —pone sus dedos en mi mentón y hace que le mire a los ojos—. Te noto ida desde que has hablado con esa amiga tuya.

—¡Qué tonterías! —digo, y finjo una sonrisa.

—Puedes contarme cualquier cosa —asegura—. Estamos aquí para concoernos, ¿no? Contémonos cosas.

—Ya sabes todo lo que tienes que saber de mí.

—No se conoce a una persona en dos días.

Todo esto está mal. Se suponía que iba a quedar a tomar unas tapas con él e iba a volver a casa. La sensación de culpa empieza a recorrer mis venas, sabía que era el alcohol el que estaba haciendo que me encontrase bien. Ahora me parece una completa locura estar aquí, en una discoteca, haciendo una especie de «ritual del apareamiento» que nos llevará a la cama horas más tarde.

—¿Qué hay de tu familia? ¿Tienes hermanos?

No me apetece hablar con él de esto. De verdad que no es el momento.

—¿No vas a hablarme de ellos? —pregunta, extrañado—. Está bien, haré otra pregunta...

Agarro mi bebida y doy un trago mientras mis ojos observan el ambiente. Estoy tensa, rígida, y no sé por qué. Por Javier desde luego, no.

—¿Podemos simplemente no hablar? —mis ojos, guiñados por la nublez que el alcohol está causando en mi mente.

—Está bien. ¿Qué quieres entonces?

—No sé... podemos...

Javier se lanza a besar mi boca y mi reacción no es la que esperaba. Ni él ni yo. Me lo quito de encima de un manotazo, enfadada. Me limpio la boca y me mira sin entender nada.

—¿Qué pasa?

—No. —Digo, sin más.

—Lo siento —Sus ojos se llenan de tristeza.

—Joder, no sé qué me pasa —presiono mi entrecejo y él me rodea con sus grandes brazos—. Perdóname.

—No te preocupes. Sé que es duro. Pero estoy aquí.

—Eres demasiado bueno —le digo, acurrucándome en su pecho y devolviéndole el abrazo—. Eres un hombre genial y yo no sé estar contigo.

—¿Qué dices?

—El alcohol me está haciendo hablar —reconozco—. Yo no quedo con hombres con los que me quiero acostar para ir contándoles mis dramas.

Javier se separa un poco de mí y me mira a los ojos, sonriente.

—Has dicho que te quieres acostar conmigo...

—¡Mierda! Lo he dicho —aprieto con fuerza los ojos y vuelvo a posar mi cabeza en su pecho, apretándole con más fuerza, sintiéndo todos sus músculos marcados en mi mejilla. Mi entrepierna da un respingo.

—Supongo que entre tú y yo hay una conexión especial. —Admite Javier.

Me incorporo a toda prisa, como si tuviera un resorte, me separo de él y le miro con las cejas enarcadas.

—No digas eso.

—¿El qué?

—Lo de conexión especial.

—¿Está mal?

Sacudo la cabeza, sin saber qué responder.

—A veces eres un poco rara —bromea.

Sin pensarlo y nublada por el alcohol le beso, tan rápido como le he rechazado antes, mi boca busca la suya. Él me lo devuelve, enreda su mano entre mi pelo y me atrae a él con más ganas. Su lengua juguetona, su barba de tres días y su mano acariciándo mi cara bastan para que mi entrepierna arda en deseos de encontrarse con él en un lugar más íntimo. Me atrevo a posar una mano en su muslo, insinuante, él jadea, me agarra la cara con ambas manos y me mira.

—Vámonos de aquí.

—No.

—Mi casa no está lejos —asegura—. Vámonos.

—Que no.

—Maura, lo estás deseando tanto como yo —Sus labios rozando los míos.

—¿Qué has dicho? —Le miro, desconcertada.

—Que lo estás deseando tanto como yo.

—¿Has dicho Maura?

—¿Qué dices?

Me separo de él, le doy un trago a mi bebida y siento que tengo que marcharme cuanto antes. Esto no está bien. No está nada bien.

—Tengo que irme, Javier, de verdad —le hago un gesto de disculpa con la mano y me levanto. Él no tarda ni dos segundos en levantarse detrás de mí.

—No voy a dejar que te vayas sola —asegura.

—Estoy bien.

—Lola, vas bebida y la boca de metro está lejos —dice—. No te voy a dejar sola. Te acompaño.

Dejo que me rodee con su brazo y vamos así durante todo el camino, en silencio. Las cosas dan vueltas dentro de mi cabeza, la gente se mueve a cámara lenta pero el calor de Javier es agradable. Se siente bien estando entre sus grandes brazos. Bajamos hasta el andén donde hace que me siente en un banco, se arrodilla frente a mí y me mira.

—¿Mejor?

—Sí.

—¿Estás bien como para coger el metro sola?

—Claro.

—¿No hace falta que te acompañe?

Esbozo una sonrisa y le doy un toque divertido en la nariz con el índice.

—¿A mi casa? ¡Estás flipando!

—Odio que te vayas así —susurra—. Pero sé que tienes que irte y descansar. Sobre todo descansar la mente.

—Sí...

—Prométeme que no vas a pensar más en él —me agarra las manos y nos miramos—. Dímelo.

—Lo intentaré.

—Y si lo haces, escríbeme.

—Está bien.

El tren entra en el andén, Javier se incorpora, me levanta tirando de la mano y me planta un beso sin que pueda hacer nada. Me meto al vagón que va más despejado, él me hace un gesto con la mano y se va sin esperar que el tren arranque. No suele pasar, pero tarda más tiempo estacionado en el andén que de costumbre. Es el tiempo suficiente que mi cabeza se convierte en un mar de ideas, unas buenas y otras no tanto. Entonces, suena el pito que da aviso a que las puertas se van a cerrar y sin pensarlo me bajo en el último segundo, al borde de quedar atrapada entre ellas. No sé a dónde voy, pero subo las escaleras que me llevan a la calle y comienzo a andar entre la gente.

Lola y MauraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora