Arabella

2.4K 144 9
                                    

El agua caliente descendía por mi piel desnuda, abrazándome con su calor mientras el vapor se apoderaba de la atmósfera del cuarto de baño.
Cada chorro de agua me recordaba la sangre espesa, que había recorrido su desalmado trayecto por el dorso de mi mano. En un recuerdo borroso, del rió carmesí que había fluido a lo largo de los tatuajes en mis dedos.

Pase el gel de baño por mis piernas y acaricie con el producto viscoso de color rosa, sobre la superficie de moretones que aún se encontraban hinchados. Y palpando a rojo vivo los recuerdos de aquel día.

Enjaboné cada rincón de mi cuerpo con la esperanza de borrar cualquier rastro de culpa y remordimiento que pudiera aferrarse a mi piel, y mientras respiraba hondo, en mi mente se formaban de nuevo aquellos hundidos ojos marrones que me miraban con una expresión de horrorizada confusión.

Cerré la llave y salí de la tina, dejando un rastro de agua a mi paso hasta el lavabo.

Mi mano trazó el vapor acumulado en el cristal del espejo, y una mueca se dibujó en mi rostro al contemplar mis nudillos, cuya apariencia ya mostraba mejoría, aunque aún guardaban el ADN del chico. Justo bajo la tinta del alambre de púas, grabado en la piel del hueso de mis nudillos, persistía la huella de su esencia.

Las bolsas hinchadas bajo mis ojos,  reflejaban la sombra fantasmal de la persona que había sido alguna vez, una mucho menos perversa y sombría que la reflejada en estos momentos.

Después de vestirme, bajé las largas escaleras de mármol, hasta el primer piso de la mansión. Había quedado de encontrarme con mi familia en el comedor, ubicado tras el salón principal. Pues este último desayuno juntos marcaba mi último momento en la mansión antes de mi traslado, el cual estaba programado para dentro de unas pocas horas.

Observe el candelabro en el vestíbulo y trate de recordar la última vez que habíamos comido juntos, lo cual (si mi memoria no me fallaba), había sido cuando el abuelo aún estaba vivo. En una de aquellas cenas navideñas que se celebraban en nuestra casa.

Aunque claro, de eso había pasado bastante tiempo, y el recuerdo de aquello, contrastaba bastante con la cruda realidad de la relación que tenía con mi familia hoy en día.

Al entrar al comedor principal recorrí la gran mesa rectangular, y acaricié con mis manos el borde de piedra con la que estaba hecha. Y mientras lo hacía, una de las cocineras colocó cuatro servilletas, repartiendo a su vez, cubiertos y vajillas a juego sobre ellas.

Me senté en el lugar que tomaba cuando era niña, al lado derecho de la cabeza principal.

Jugué distraídamente con la copa en mis manos, aguardando la llegada del resto de mi familia. Y al cabo de un rato, mi madre fue la primera en aparecer en el salón.

Entró con su cabellera rubia, dorada como el sol, recogida en un moño elegante en la nuca. Vestía uno de sus habituales suéteres de lana en un tono crema, y ocupó el asiento frente a mí, seguida por mi padre, quien tomó su lugar de costumbre en la cabecera.
Caín, por otro lado, se hizo esperar un poco más antes de unirse a nosotros, entrando en la sala con cuidado de evitar cruzar miradas conmigo en todo momento.

A pesar de la exquisita comida preparada por la cocinera, cuyo nombre nunca me molesté en aprender, ninguno de los cuatro pronunció una sola palabra.
La falta de comunicación evidenciaba rápidamente nuestra relación, la cual no había sido la mejor en los últimos años. Por lo que, cualquier intento de simular un lazo familiar cordial entre nosotros antes de mi partida, habría resultado incómodo e hipócrita.

—Hable con el juez Carter, me comentó que aún no sabe el color que se te asignará— mencionó mi padre. Rompiendo el silencio, sin mirarme.

¿Por qué será que ninguno podía sostenerme la mirada? ¿Era decepción o simplemente desinterés hacia mi penosa situación?

ARABELLA: La herencia de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora