Costa Blanca

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Al cabo de lo que parecieron unas siete horas, (si es que aún tenía la noción correcta del tiempo), el capitán nos notificó por el altavoz que nos encontrábamos aterrizando en la isla Costa Blanca, territorio en donde se encontraba el instituto.

Los guardias frente a mí se movieron rápidamente y volvieron a tomar su postura recta. Con precaución, me levantaron y me escoltaron fuera del avión. donde lo primero que pude notar al abrirse la puerta, fue la brisa de la lluvia acariciando mi rostro.

Se podía oler la sal del mar que golpeaba la orilla a lo lejos, pero el frío del lugar y las nubes grises sobre nuestras cabezas, alejaban lo más posible la imagen de lo que podría ser una costa con una playa paradisiaca. A decir verdad, si pudiera ver con más detalle cada rincón del lugar, y a juzgar por el fuerte choque de las olas, podría jurar que el territorio se trataba más bien de una isla rodeada de grandes rocas sobre un mar de olas incontrolables.

Descendimos cautelosamente por las mojadas escaleras de la avioneta, y un grupo de hombres nos esperaba al pie de estas, luciendo holgados impermeables amarillos que dejaban ver los grandes chalecos antibalas debajo.
Se dirigieron a la doctora Rosaline, quien parecía estar bastante contenta y enérgica a pesar del largo viaje.
Le entregaron un impermeable que se colocó de inmediato, y tras verificar los carnets e información con ella, nos indicaron que los siguiéramos.

Caminamos por un largo pavimento grisáceo con franjas blancas que marcaban cada pista de aterrizaje bajo nuestros pies. A mi derecha, vi otras dos avionetas estacionadas a lo lejos, y traté de girar en ambos extremos frente a mí para ver mejor la escena a mi alrededor. Sin embargo, la imagen era difícil de apreciar porque el agua comenzaba a caer del cielo y las esposas no me permitían cubrir mis ojos para evitar que entraran en ellos.
Maldije dentro de mí, pensando en lo poco considerados que habían sido al no ofrecer un impermeable para mí, pero mi orgullo me impidió pedir uno.

Con la vista nublada por la lluvia, traté de observar todo lo que podía: una borrosa agrupación de árboles a nuestra izquierda, niebla a la altura del final de la pista de aterrizaje y un edificio frente a nosotros. Seguí a los hombres con impermeables que caminaban a pasos rápidos mientras se dirigían al edificio de tamaño mediano que parecía ser el único acceso al lugar.

A mi alrededor, desde todos los ángulos parecía que estábamos rodeados de nubes. Supuse que debíamos estar en la zona más alta de la isla y que el mar debía estar justo debajo de nosotros, en aquel ángulo que no se alcanzaba a apreciar por la altura.
Sin poder observar nada más, la lluvia empapó mi cabello, mientras mis pestañas dejaban caer gotas con cada parpadeo, nublando por completo la vista perimetral a mi alrededor.

El edificio se acercaba cada vez más y a duras penas podía apreciar que era de un color negro carbón, y que tenía dos enormes puertas de metal grisáceas con las mismas siglas en plateado.

El más alto y fornido de los guardias se acercó a la puerta y pegó la punta de la nariz a ella. Confundida, quise tratar de ver desde otro ángulo pero me fue imposible, por lo que me rendí y permanecí quieta. Y al cabo de unos segundos, una pequeña pantalla apareció por la puerta, emitiendo una luz blanca bastante intensa, que hubiera dejado ciego a cualquiera, menos al guardia, que no se movió ni un centímetro, con la vista fija aún en la pantalla que había aparecido sobre la puerta de metal.

Reconocimiento no registrado. Se escuchó decir a una voz femenina.
—Código 73, nuevo integrante — le respondió al instante el guardia en tono firme a la voz robotizada.

De inmediato la confirmación del código fue aceptado y las puertas se abrieron lentamente, concluyendo en un fuerte golpe al quedar totalmente abiertas.
Dentro se dejaron ver unas farolas blancas que apuntaban desde arriba a nuestros rostros.

Mis ojos lentamente se acostumbraron a las luces, quitando de a poco el agua que se había metido en ellos. Parpadeé un par de veces más, y finalmente logré apreciar mejor lo que se encontraba frente a nosotros.
Un enorme salón con paredes y piso totalmente blancos nos abría paso, con farolas a los costados en la entrada que parecían seguirnos conforme caminábamos.

Atravesamos el lugar dejando un camino de agua a nuestro paso, y pude observar varias pantallas a los lados que parecían aparecer y desaparecer en las paredes, como aquella de los portones principales. 

En ellas se transmitía un comercial del Saint James College y mostraba un grupo de jóvenes sentados en el césped, observando la puesta del sol sobre el mar. Tenía un aspecto bastante cálido en comparación con la primera impresión que me llevé de la isla al aterrizar. Y los rostros de los estudiantes reflejaban en ellos el completo arrepentimiento de sus actos, mientras decían en voz alta al unísono "¡Gracias Instituto Saint James!"

Qué en mi opinión, no se podía ver y sentir más falso.

Entramos por unas puertas laminadas que debían medir alrededor de tres metros. Y una vez se abrieron con el mismo protocolo de reconocimiento, noté que se trataba de un elevador de dimensiones gigantescas.
Dentro, había dos hombres que parecían estar bajando un bote de tipo kayak color caoba junto a una sombrilla de playa.

—Mediante permisos especiales que se otorgan a los que cumplen las reglas, les permitimos a los estudiantes solicitar artículos personales de sus hogares —dijo la doctora, quien parecía haber olvidado que iba detrás de mí todo este tiempo.

—Para que se sientan como en casa —concluyó, acomodando los anteojos sobre su nariz larguirucha de forma torpe.

No respondí; no había querido hablar con ella durante todo el trayecto y mucho menos quería hacerlo ahora. No quería que sintiera que estábamos entablando alguna clase de relación, y mucho menos después de escucharla decir la palabra "estudiante", lo que provocó un vuelco en mi estómago que me hizo incapaz de preguntarle algo al respecto.

Si esto era un instituto ¿por qué tomar tantas precauciones?

Seguramente querían evitar la palabra que me definía desde que sentenciaron mi condena: una verdadera reclusa.

ARABELLA: La herencia de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora