Capitulo III

46 7 3
                                    

En busca de una confesión

______________

—Dílo por una buena vez, ¿mataste a la reina?

—¡No, maldita sea!—expresó enfurecido, ya cansado de la dolorosa tortura que terminó por dislocarle los brazos.

–Suéltenlo—ordenó a sus hombres, quienes soltaron la cuerda, pero no lo dejaron llegar al suelo.

Eduardo gimió al sentir el crujir de sus huesos.

—Ya sabes cómo es esto. Se te volverá a alzar y otra vez soltar hasta arrancarte los brazos al menos, y tengamos que hacer lo mismo con tus piernas. La única salida es que digas la verdad, la mataste, ¿no es así?

—Yo no lo hice—pronunciaron sus labios resecos para posteriormente tragar la poca saliva que le quedaba. El sudor cubría su piel y goteaba de su frente—. Ya se lo dije, ¿cómo podría hacerle daño a quien amo?

—¿Escucha lo que dice? Amar... ¡Amar a la esposa del rey! ¿Ha perdido el juicio?

—Ella era mi vida...—declaró. Las lágrimas empañaron sus ojos, no por el dolor, sino la pérdida—. ¿Por qué insiste en creer que yo la maté? De lo único que soy culpable es de amarla.

—La amaste...

—Sí, así es. Nos amábamos.

—Usted es un joven excepcional en la corte, no me explicó cómo puede desperdiciar toda su trayectoria con lo que hizo. Ministro, si no muere por haber asesinado a la reina, morirá por haber tenido un amorío con ella.

Los hombres volvieron a jalar la cuerda despacio y esa simple acción bastó para hacerlo enloquecer de nuevo.

El ministro de justicia salió de allí para dirigirse a la otra sala.

—¿Ha confesado?

—No, señor.

—¿Qué voy a hacer con ustedes?—dijo para sí mismo—. Tú mataste a la reina, no lo escondas más. Todos te señalan a ti.

—Yo no lo hice, señor. ¡Yo no lo hice! Por favor, se lo ruego, pare ya. No lo soporto más—suplicaba la sirvienta, agotada y empapada.

—No lo parece. No quiere ser libre realmente, de ser así, ya hubieras confesado.

—Ya dije que fue él, señor. ¿Por qué no me cree?

—¿Segura?

—Lo vi... Él... Ella lo abofeteó y luego él... él la tomó, enojado, y entraron a la alcoba. Yo lo vi.

—¿Viste cuando la mató?

Ante la pregunta un silencio fue respuesta.

"Eso pensé. Es usted muy enigmática, ¿se lo han dicho? ¿Hasta cuándo seguirá con su actuación?

—¿De qué...? ¿De qué está hablando?

Uno de los guardias se acercó para entregarle algo envuelto al ministro. La doncella reconoció el pañuelo de inmediato, volviendo notoria su preocupación.

—¿Sabe qué es esto?—le mostró la daga—. La reina fue apuñalada tantas veces...— comentaba acercándose a la mesa-. Una–arremetió contra ella—y otra— jaló la daga y volvió a perforar la mesa—y otra vez... Tres veces y estoy cansado, ¿cómo no se cansó usted? Dígame, ¿fue poseída por el mismo demonio o fue el odio? ¿O quizás haya algo más?

La sirvienta se mantuvo callada, con la mirada en el suelo.

—Pensé que esto sería todo, pero... ¡Vaya sorpresa! Descubrí que te haces llamar "señorita Belmont" y hasta compraste una propiedad.

Ella lo miró, sorprendida, pero volvió a bajar la mirada.

—¿Cómo puede el sueldo de una sirvienta comprar semejante residencia? ¿Por qué te haces llamar señorita Belmont en el pueblo cuando ese no es tu nombre? Y esta daga...

La doncella continuó sin pronunciar palabra.

—Esto es lo que creo: Trabajas para alguien más. Esa persona podría ser el Ministro de Asuntos Exteriores, ¡claro! ¡Así es! La mujer que ama está casada con otro hombre, ella lo rechazó y entonces decidió que nadie la tendría; te pagó para que la mataras. Ah, pero... Las cosas no salieron como acordaron. Él la traicionó, la inculpó y usted entonces decidió devolverle la traición. ¿Es así?

—Yo...

La mirada del hombre estaba clavada en ella, ansioso por la respuesta que quería escuchar.

—No tengo idea de lo que está hablando...

Al escucharla, el ministro dirigió la mirada a sus hombres–. Quizás necesites refrescarte la mente un poco más-estas palabras fueron una orden, por tanto, volvieron a sumergirla.

El ministro no podía quedarse, debía obtener una confesión de la persona más difícil de tratar.

—Esa mujer fue y, aún después de la muerte, sigue siendo una maldición para nosotros. Maldigo el día en que mi esposo comprometió a esa bruja con mi ángel.

—Reina viuda, le suplico tenga cuidado con sus palabras. Está hablando de la reina consorte, que en paz descanse.

—¡Que arda en el infierno! ¡Ella y toda su familia!

—Puedo ver que la odia.

—¿Cómo no hacerlo? No sabes todo lo que nos hizo pasar.

Seguía repitiendo lo mismo y los días estaban avanzando sobre el ministro, antes de que culminara el plazo, alguien tenía que confesar.

—Necesito que aclare esta situación, reina viuda. No vayas por las ramas, diga de una vez si asesinaste a la reina.

—¿Piensas que me iba a ensuciar las manos con ella?

—Ya veo... No dirá nada. Le recuerdo que usted también está aquí por adulterio—apenas mencionó esa palabra, logró irritarla—. Parece que su hermano no pudo soportar la vergüenza... Redactó esta carta—en seguida lo sacó de su bolsillo y se la mostró para que pudiera reconocer la letra—confesó todo y luego se suicidó.

—¿Qué? ¿Qué...? ¡¿Qué ha dicho?!

—Su hermano, reina viuda, pidió aquí—señaló el último párrafo—que por favor la castiguemos.

Aquellas palabras cayeron con gran peso sobre el pecho de la dama. Sintió que el alma se le había salido del cuerpo, no podía creer lo que escuchaba.

—No fue una calumnia, la reina tenía razón.

—Sáqueme de aquí...— exigió la reina con la voz entrecortada—. ¡Sáqueme de aquí!—su tono hizo retroceder al ministro. La mujer sacó las manos de entre los barrotes y siguió exigiendo que la sacara de allí—. Tengo que ver a mi hermano. Tengo que ver a mi hermano... ¡Tengo que ver a mi hermano!

—Lo siento mucho. Mi más sincero pésame.

¿Quién mató a la reina?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora