Capítulo IX

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Desde aquella tarde hasta el amanecer, se hablaba de un solo tema: la apariencia del príncipe heredero.

Las sirvientas, mayordomos y guardias, lo habían visto deambulando por los pasillos en la noche, pero nunca lo habían visto tan cerca como para ver su rostro. Ahora ya podían entender tanto misterio y porqué es limitado el personal que le servía y acompañaba.

—Enrique, ¿no se lo advertí?—preguntó la reina irrumpiendo en el despacho del rey—. Le dije que buscara la manera de que nuestro hijo fuera visto por personas cercanas a nosotros.

—Querías ocultarlo incluso el día de su boda. ¡Qué descabellado!

—¿No hubiese sido mejor? Peor ha sido el resultado, a primera hora tengo que enterarme de que se habla de nuestro hijo en todas partes.

—Margaret, conoces el palacio y sus reglas. Mucho lo he protegido, así que no estoy de humor para discutir esto. Solo procura que tenga un hijo pronto, ya que la madre no ha servido, que el hijo sirva de algo.

Aquellas palabras hirieron profundamente a la reina, por tanto, le fue imposible permanecer allí, sin embargo, de pronto la voz de su marido la detuvo.

—¿Te has enterado? Otra sirvienta ha renunciado—informó manteniendo su postura y la mirada en el informe que tenía a mano.

—¿Es así?—preguntó la reina con cierta calma, rodando sus ojos de un lado a otro y uniendo sus manos para rozar una contra la otra.

—¿No le parece extraño, mi reina? En estos últimos años, específicamente mujeres, han estado renunciando.

—Nadie está obligado a estar donde no quiere, Su Majestad.

—Pero ¿no le parece ilógico?—insistió —. Son mujeres de origen humilde, ¿van a conseguir mejor empleo que en el palacio?

—¿Por qué le preocupa tanto, mi rey?—cuestionó, girándose parcialmente a su dirección—. Por si no lo recuerdas, tenemos un personal que se encarga de gestionar las contrataciones y renuncias. Nunca nos faltará personal. Ahora, si me disculpa...—dicho esto, realizó una breve reverencia para después retirarse.

Mientras caminaba en dirección a la alcoba del príncipe, acompañada de su séquito de damas, pensaba: "nunca antes había preguntado. ¿Será que ya está investigando? Aún si lo supiera, ¿qué puede hacer? La culpa es de él".

Sin esperar a ser anunciado por el guardia de su hijo, entró.

—¡Cariño!—lo llamó emocionada, pero se detuvo en seco ante la escena que veían sus ojos.

—¡Madre!—exclamó sobresaltado, pues se encontraba acostado en el regazo de su nodriza. Ella se levantó para hacer una profunda reverencia a la reina. El príncipe también se incorporó—¿Qué hace aquí? ¿Por qué no avisaste?—le reclamó a su guardia.

Sin que él pudiera responder, la reina habló: —¿Qué sucede? ¿Te sientes mal? ¿Le has dado su medicina, Denisse?

—Sí, Su Majestad.

—Madre, estoy bien.

Ante la respuesta de su hijo, miró a la señora y le ordenó que saliera. Esta se retiró, pasando entre las damas y ubicándose a un lado hasta poder entrar de nuevo.

La reina, por su parte, se acercó a la cama y se sentó al lado de su hijo.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, madre. Se lo aseguro.

—Sabes que no puedes engañarme. He visto todo el esfuerzo que hiciste para dar una buena impresión. Debes estar agotado.

—Solo un poco, pero estoy bien. Es mi deber.

—Así se habla. Ya sabes lo que siempre te he dicho: No hagas caso a lo que diga la gente, lo importante es que seas apreciado por las personas correctas. William, eres mi milagro, mi mayor tesoro.

El príncipe asintió, moviendo la cabeza, y reafirmó diciendo: —Lo sé.

—Y ahora eres un hombre casado—le dijo sin poder disimular su sonrisa—. ¿Qué te ha parecido tu esposa? No seas tímido y cuéntale a tu madre.

—Es... Bonita.

—¿Eso es todo? Bueno, entiendo. Es muy pronto aún, pero William, trata de llevarte bien con ella. Muéstrale el gran corazón que tienes, yo te ayudaré.

El príncipe no estaba complacido por aquellas palabras, pues conocía las verdaderas intenciones del porqué debía llevarse bien con su esposa.

—¡Ay...!—suspiró la reina con anhelo—. Apenas se han casado y ya ansío ver a mis nietos corretear por el palacio.

Entonces el príncipe dejó de sonreír, la reina lo observó de reojo y ambos se quedaron en silencio por un momento.

De todas las ideas e interrogantes que le surgieron al príncipe solo uno externó: —Madre, ¿y si nacen como yo?

—¿Qué tienes tú? ¿Tus rizos hermosos? ¿Tus hermosos ojos? A mí me encantaría, los amaría—le respondió sonriendo para de inmediato tomar su mano entre las suyas—. Y estoy segura de que serás un buen padre.

El príncipe la escuchó e intentó sonreír.

—Definitivamente te ayudaré, mañana mismo saldrás con ella.

—¿Mañana?—preguntó el príncipe, sorprendido—. Mañana... ¿Mañana no vendrá el doctor a revisarme?

—No, mañana no tienes ningún compromiso.

—Estoy seguro de que me dijo que vendría mañana.

—He dicho que no tendrás ningún compromiso más que pasar un momento agradable con tu esposa, jovencito.

¿Quién mató a la reina?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora