Capítulo 10: Insistente

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 La nieve baña toda la superficie y los árboles cubren la luz del sol por completo. Hay una neblina en el aire que no me deja ver más allá de unos cuantos metros a mi alrededor. Por primera vez, no hay una voz que me llame. El viento parece haberse escondido, asustado por la atmósfera lúgubre que envuelve el bosque.

Estoy otra vez en el acantilado.

Camino sin rumbo fijo, como un fantasma penando en una casa vieja, olvidada por todos aquellos que alguna vez la habitaron. Avanzó con dificultades, resollando. Mis piernas se hunden casi hasta la mitad de mis espinillas con cada paso.

La nieve es más profunda que en las ocasiones anteriores.

Un lamento llega a mis oídos. Viene de frente a mí. Me hace estremecer con la fuerza de la tristeza con la que está empapado. Cuando por fin salgo al acantilado, tras lo que me parecen horas de recorrido, mi respiración agitada se traba en mi garganta ante la escena frente a mí.

La mujer de ojos rojos está sentada sobre la nieve. Su vestido está empapado y parcialmente cubierto por los copos de nieve que han caído sobre ella. En su regazo descansa el torso desnudo de un joven, con las extremidades inferiores hundidas en la nieve hasta las caderas. En su abdomen, una herida que parece en parte una cortada y a la vez una quemadura mancha su piel pálida. La nieve parece querer devorarlos a ambos.

No puedo ver el rostro del joven con claridad, aunque distingo una nube de pecas en sus mejillas. Su cabello cubre sus ojos, sus labios, aunque azules por la falta de temperatura, me hacen dibujar una sonrisa cálida en mi mente que me resulta dolorosamente familiar.

Mi corazón da un vuelco.

—Mira lo que le han hecho —solloza la mujer pálida, su cuerpo se encorva sobre el muchacho como si quisiera protegerlo, a pesar del estado inanimado en el que está—. Mi pequeño... ¡mira lo que le hicieron!

Su grito de dolor hace un eco reverberante que choca contra mí, haciéndome tambalear como hojas secas punto de caer de un árbol. Un nudo aprieta mi garganta.

—Ellos... —un hipeo corta sus palabras—, han matado a mi niño.

—Lo siento tanto —el nudo me impide decir algo más.

—Nira, mi... —Sus labios se mueven, pero no producen sonido, así que no puedo saber qué otra palabra ha usado para referirse a mi—. Estás aquí. —Me mira. Por sus mejillas corre un río de lágrimas—. ¿Por qué ellos hacen esto?

—N-no sé a quiénes te refieres... lo siento.

—¿Por qué te cuesta tanto -...? —Su voz se distorsiona.

Me cuesta seguir el hilo de cada palabra que sale de ella. La imagen parece oscurecerse y volverse a iluminar de forma intermitente.

—Si lo-... pro-... —sus lamentos se cortan como una conversación a través de un celular con mala recepción.

Trato de alegar que no entiendo lo que dice, pero su respuesta me interrumpe. No es más que un eco distorsionado. La escena se congela. Se retuerce y se apaga de golpe con un súbito destello, como lo haría un viejo televisor al ser desconectado.

Despierto de un sobresalto. Un fuerte dolor de cabeza me ataca. No es un dolor normal, tampoco es provocado por el sueño. No va a parar y sólo va a empeorar conforme las imágenes de recuerdos que he perdido se van colando en mi mente.

Una de mis manos busca de forma automática el frasco de pastillas en mi mesa de noche, el reloj a un lado indica que en unos minutos debo levantarme para irme a la escuela. Me llevo una pastilla a la boca, poniéndola debajo de mi lengua.

Rojo AscenderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora