Cadaqués

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El viaje en avión hasta Barcelona es más llevadero. Por fin creo que me estoy preparando para lo que me toca vivir y lo asumo con cierta dignidad. Me he preparado, evidentemente, pero no he querido mirar demasiado la imagen que había en el espejo. No tenía buena cara, pero era yo la que estaba allí. Alguna batalla hemos ganado con los años. Antes de aterrizar además he sentido algo nuevo. Al sobrevolar Barcelona he reconocido el Tibidabo, donde pasé la infancia junto a mis padres. Los años más felices que recuerdo. He sonreído y he sentido que por fin hacía las paces con esta ciudad que tanto me ha dado, que más tarde me empezó a ahogar poco a poco hasta que Ana me rescató de ella y me llevó al norte, a Bilbao, antes de Ion y Maite. Antes de Unai, de Maika y de Susana. Antes de Jon. En otra vida anterior. Hemos cogido el coche de alquiler y hemos circulado hacia el norte. Ciento ochenta kilómetros y dos horas de espacio para recordar, para recapacitar y para estudiar como me siento. Y me sorprende que cada vez estoy menos mal, que estoy incluso, mejor. Creo que en algún momento he sentido que Maika ya no está y he sentido una especie de liberación, un peso que ha dejado de oprimir mi pecho. Ella ya no tiene enfrente una quimera ni un obstáculo en su corazón que la impida hacer lo que desea. Quedan pocos kilómetros cuando empezamos a bajar el último puerto. Cuando vivía en Barcelona recorrí esta parte del prepirineo catalán muchas veces en bici y corriendo. Era mi zona de entrenamiento preferida. Las vistas son preciosas. Al fondo empiezo a ver las primeras casas del pueblo y mis nervios empiezan a crecer más y más. Es un pueblo pequeño que nace desde el paseo marítimo abarcándolo.



Cadaqués. La casa del genio. Dalí está y estará siempre vinculado a este rincón porque aquí está su casa museo, pero su influencia en las gentes que viven aquí va más allá, mucho más. No es difícil encontrar a alguien que te cuenta que el pintor le dibujó un logotipo para su restaurante o que su padre le ayudó a hacer una obra en su casa, a pesar de que no comprendía nunca lo que quería obtener él, de esa obra. No debía de ser fácil meterse en la cabeza de un genio excéntrico que tiene en la entrada de su casa un oso polar disecado con collares y abalorios para dar la bienvenida, pero todo su mundo giraba en torno a lo mismo, su locura perfecta. Llegamos al paseo marítimo y le pido a Gotzon que pare en una zona prohibida delante del restaurante La Sal. Es temporada baja y nadie se va a molestar porque estemos aquí un par de minutos. Nos sentamos en la terraza del restaurante y pedimos dos cafés. Yo medito sobre este pueblo y lo que he vivido yo aquí. Con mis padres estuve aquí de visita cuatro o cinco veces. Los fines de semana siempre solíamos salir de Barcelona para conocer algún sitio y caminar por el monte o por lugares que no conocíamos. Cuando yo tenía diez u once años, durante una de esas visitas a Cadaqués, estuvimos en la casa de Dalí. A mí esa casa me pareció una casa de muñecas, un juego hecho realidad. La idea de que el sol reflejado en un espejo fuera su despertador natural me parecía de fábula. Esa habitación en varios niveles era lo que yo hubiera querido para mí, cuando fuera mayor.



Pero me centro en tratar de recordar Cadaqués en el ámbito de mi relación con Maika. No soy capaz de recordar una charla en la que saliera este pueblo como tema de conversación. Sí que alguna vez hablamos del pintor o de esta zona de la costa de Girona, pero no específicamente de este pueblo. Trato de relacionarlo con las fantasías y los sueños de Maika. De saber el motivo de que este fuera uno de los destinos de su viaje. No siempre he sabido esos motivos, pero algunos de esos lugares en los que ella ha estado hasta ahora los he podido relacionar con nuestras charlas y eso me reconfortaba mucho. Recordar lo que ella decía de esos sitios antes de conocerlos, lo que yo le contaba que me había pasado o gustado de cada ciudad que yo conocía o los museos y monumentos increíbles que yo había visto allí, me ha servido de paliativo al dolor en forma de recuerdos sanos y alegres traídos a mi cabeza en los peores momentos. Por eso me gustaría encontrar un recuerdo en el que yo la contaba a Maika que un día aquí con ocho años me caí con los patines justo delante de donde estoy sentada con Gotzon, que sangré un poco de las rodillas y mi padre me limpió la herida con agua del mar, mientras me contaba una historia de que el mar de ese pueblo era milagrosa y que si te limpiabas las heridas en él, te volvías artista. Me gustaría recordar que le contaba a Maika, que las semanas siguientes a ese día las pasé pintando sin parar relojes y ventanas donde había una mujer de espaldas que siempre era mi madre y que para mí eran aún más bellas que la que pintó ese señor que vivía en este pueblo. Pero no. No recuerdo haber hablado de nada de eso con Maika.

El viento susurrará tu nombre. Virginia Zugasti IV. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora