Capítulo 28: La decisión final

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Viktor

El vuelo se había retrasado por el mal tiempo y una peligrosa tormenta. Habíamos tenido que hacer escala en Madrid, para volar a Rusia al día siguiente. Mi mente estaba con Ida, pensando en todo momento en ella. Claudia y mi padre, lo eran todo para mí. Las personas que más amaba en el mundo.

Ahora entendía a Nikolai en su afán de verme enamorado. En Claudia, lo tenía todo. El refugio de sus brazos me hacía sentir protegido. Con ella, podía ser yo. Sin máscaras, ni mentiras.

Amores como el nuestro, sólo sucedían una sola vez en la vida. Era por ello, que no podía perderlo. No podía perderla a ella. Mi madre no iba a ponérmelo fácil. No mientras mi padre estuviera inconsciente, lejos de la presidencia.

Lo primero que hice al llegar a Moscú fue ir directo al hospital donde se encontraba moribundo. A su lado, sosteniendo su mano estaba Elena. Su secretaria, al verme abrir la puerta de su habitación se lanzó a mis brazos sollozante. La consolé como pude, susurrando palabras tranquilizadoras en su oído.

Yo era quien debía ser consolado. De mí, dependía el futuro de la empresa. De mí, dependía la defensa de su legado.

Respiré hondamente, llenándome de valor. Despedí a Elena, quedándome a solas con mi padre. Por un corto momento me permití ser débil y lloré desconsolado, viéndolo dormir tranquilo.

«¿Qué haría sin él respaldándome? ¿Cómo podría vivir si llegara a perderlo?»

—Dime, ¿qué hago, padre?...—Murmuré desesperado. Tomé una de sus frías manos y las apreté con fuerza. Necesitaba su entereza y determinación. Únicamente así, podría enfrentar a mi despiadada madre—. Necesito que luches, que despiertes... Claudia y yo nos vamos a casar. La amo. Tenías razón, papá. Ella logró salvarme.

Pensé en nuestros años de enfrentamientos, tiempo que habíamos perdido. En su incondicional apoyo, cuando me ascendió a Vicepresidente. En las tantas veces, en las que le había pedido consejo. Recordé con pesar el día en que había regresado a Rusia con el corazón roto, contándole de Claudia. Esa noche, lejos de reclamarme por mi inmadurez, me había abrazado y llorado conmigo.

Tenía que verme casado. ¡Feliz y formando una familia! Debía conocer a mis hijos, sostenerlos en su regazo. Mi padre merecía conocer a sus nietos, amarlos cómo me amaba a mí.

Una llamada hizo vibrar el bolsillo de mi chaqueta. Era momento de enfrentarme a la Junta de Accionistas y hacer valer mi posición como heredero. Tenía que demostrar que era hijo de mi padre. Debía hacerlo sentir orgulloso. Sabía que podía hacerlo.

Dejé a Elena cuidando de Nikolai junto a dos de sus escoltas con órdenes de no dejar pasar a nadie a su habitación, a excepción, de los médicos y las enfermeras de guardia. Mi madre tenía terminantemente prohibido la entrada. Ella con tal de quedarse con la empresa, podía incluso hasta provocarle la muerte. Arreglé mi traje y peiné mi rebelde cabello, mientras bajaba del auto acompañado del equipo de seguridad de mi madre.

Nadie sabía que inesperadamente había regresado de Cuba. No iba a arruinar la sorpresa.

En cuanto entré a la empresa, todos los empleados comenzaron a murmurar temerosos por los pasillos. En el elevador, llamé a Yuri Putin, hombre de confianza de mi padre y preparé mi entrada triunfal al último piso del edificio.

Cuando abrí estrepitosamente la puerta de la sala de reuniones, todos los socios se voltearon sorpresivos. El colérico rostro de mi madre, no tenía precio. Sonreí, caminando hacia la cabecera de la enorme mesa de reuniones ocupando el lugar de mi padre. Mi madre, a mi lado izquierdo, bajó la cabeza y frotó nerviosa sus manos.

Un viaje con destino a La Habana (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora