Capítulo 12: Volver a verla

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Viktor

En cuanto me bajé del avión sentí una extraña sensación de libertad en el pecho. Respiré hondamente el aire puro de aquella tierra, sintiéndola como mía. Por fin, estaba en el paraíso tropical del Caribe.

Mi amigo, algo congestionado por el calor, safó el nudo de su corbata y me miró cansado. Estaba al borde del colapso, por las altas temperaturas del día. Vladimir era un hombre testarudo. Incapaz de escuchar a alguien cuando tenía la razón.

—Te dije que vinieras cómodo, una camisa y pantalones cortos. ¡Pero insitiste en llevar ese ajustado traje!—Le recordé cuando bajamos del jet privado, recibiendo las llaves de una imponente camioneta gris por parte del personal del areopuerto.

—Gracias...—Murmuró Vladimir en español, sosteniendo las llaves del auto que uno de encargados de la pista de vuelo le facilitaba. Tomó su maleta y abrió la puerta trasera del automóvil—. ¿Manejas tú o yo?—Preguntó indeciso.

—Yo...—Le respondí divertido. Lo más probable era que manejando él nos perdiéramos en La Habana. Al menos yo, conocía en parte la ciudad—. Antes de ir al hotel me gustaría pasar por un lugar.

—¿Su casa?—Interrogó mi mejor amigo. Lentamente asentí con la cabeza, a la vez que terminaba de colocar mi equipaje en el maletero. Vladimir consultó su reloj, ajustándolo a la hora de Cuba—. A las 3 de la tarde tenemos un pequeño recibimiento en la sucursal. La nueva asesora nos estará esperando.

—Será rápido... Luego, nos tomamos una cerveza fría. Prometo que no te vas a arrepentir—Vladimir me miró con cara de pocos amigos, para luego subirse al auto sin rechistar.

Nos pusimos en marcha, dejando atrás el Aeropuerto Internacional "José Martí" para llegar al corazón de La Habana Vieja. En cuanto vi la vida en aquella ciudad, mi pecho se estremeció con violencia. Nada parecía haber cambiado.

La gente caminaba por las calles, estaban los mismos puestos de comida y los niños jugaban en los parques. Daba gusto estar de vuelta en mi segundo hogar. Lástima que mi madre me hubiera privado de ello.

Bordeamos el Malecón siguiendo la avenida principal. Vladimir contemplaba hechizado el conocido Faro del Morro, mientras el aire impactaba nuestros todavía juveniles rostros. Sonreí nostálgico. Extrañaba ese sentimiento. De que todo podía ser posible.

Recé en silencio mientras transitaba nuevamente por las calles de La Habana para encontrar a Ida. Después de doblar por varias callejuelas, llegamos a una zona franca. Parqueé el auto en una esquina y caminé buscando el viejo edificio donde vivía la mujer de la que me había enamorado pedidamente.

Quedaba en pie, sólo algunas columnas. Habían cerrado el acceso a las ruinas del mismo, con absurdas cintas amarillas. En una de las paredes que se mantenían intactas, se leía «No entre. Peligro de derrumbe»

Froté nerviosamente mis manos por el rostro. Cualquier rastro de ella estaba perdido. La barriada estaba llena de edificios en mal estado, igualmente al borde del derrumbe. Sin embargo, la gente seguía viviendo allí.

Varios niños jugaban a las bolas descalzos en la acera. La basura rebasaba los latones, quedando dispersa por la calle. Las aguas albañales corrían en declive. Le pregunté a una anciana que transportaba latas de plástico en unos pesados sacos, por el destino de las personas que vivían en lo que había sido el hogar de una familia humilde.

—Busco a una chica llamada Ida, pelo castaño largo y ojos café. Estudiaba Derecho. Vivía con su madre Sandra en el edificio que hacía esquina. ¿Sabe que fue de ella?—La anciana, algo mayor para hacer trabajos físicos, se mostró pensativa. Luego de varios minutos en silencio reflexionando, me miró con semblante afligido.

Un viaje con destino a La Habana (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora