James
Aquella mañana, ella llevaba una mochila en vez de su habitual bolso. La curiosidad se despertó de inmediato en mí, y la pregunta de por qué el cambio picaba en la punta de mi lengua. Mas, la retuve y enfoqué mi vista en el camino.
La semana anterior, había hecho un trabajo impecable manteniéndome alejado de ella, levantando todos los muros que, perfectamente, había construido a lo largo de los años.
No pasé por alto el hecho de que seguía alimentándome, pues eso siempre hacía temblar dichos muros. Cuando llegaba la hora de almuerzo, mi pulso se aceleraba con anticipación y ansiedad. Cuando dicha hora llegaba, no podía dejar de preguntarme si, ese día, ella por fin se rendiría conmigo y no me llevaría un sándwich.
Todas las veces que me pregunté eso, ella llegó.
Y no sabía cómo eso me hacía sentir... Una parte de mí —la más cobarde—, quería que ella por fin lo dejara conmigo. Mientras que otra —la del pobre niño esperanzado que sufrió grandes pérdidas y está desesperado porque alguien lo elija— esperaba que ella se quedara. Que no se rindiera conmigo y me entendiera, a mí y a mis demonios.
Mierda... Desde que ella apareció, mis sentimientos se habían vuelto confusos. Una mancha de tinta en medio de una pintura hecha maravillosamente.
¿Qué quería ella de mí? ¿Por qué hacía eso por mí?
No lo entendía, y probablemente jamás lo sabría, pues no estaba dispuesto a preguntar. Estaba en guerra conmigo mismo, y todo era culpa de una pelirroja con sonrisa de sirena.
Tal vez, era una sirena.
¿De qué otra forma podría explicar el hecho de que, cuando hablaba, todo mi cuerpo vibraba? ¿De qué otra forma podía explicar la forma en la que, sin importar qué tontería me contara, me sentía especial pues me las estaba contando a mí?
Cuando la fachada de la librería se extendió ante mí, fue un alivio. De repente, el aire se había hecho demasiado escaso dentro de mi auto y el espacio se había hecho considerablemente estrecho.
Sally detuvo su monólogo sobre el libro que estaba leyendo —uno que no le estaba gustando para nada, por lo que me había dicho— y se bajó, sin esperar a que yo se lo pidiera.
Habíamos caído en una cómoda rutina y, por más egoísta que fuese, me negaba a dejarla ir.
Sabía que, si quería, podía simplemente conducir a la librería por mi cuenta, sin detenerme frente a su cabaña a esperarla. La cosa era que no quería eso y me gustaba ir con ella a trabajar. El pensamiento me aterraba, pero era lo máximo que me permitiría acercarme a ella.
Con un suspiro, conduje al estacionamiento trasero. Allí, sin que ella pudiese verme, me bajé del vehículo.
Hace un par de días, me confesé a mí mismo que, tanto el hecho de insistirle en bajarse antes que yo, como estacionarme en el lateral de mi casa, se debían a una sola cosa. A una sola emoción, mejor dicho.
Vergüenza.
Vergüenza de que ella viera el hombre incompleto que soy. Un rompecabezas al que le falta una pieza. Un cielo nocturno sin estrellas.
Y eso me hizo enfurecer más. Porque nunca me había importado una mierda lo que la gente pensara de mí y mi silla de ruedas. Nunca lo había hecho, hasta ella.
Por qué me afectaba tanto, no lo sabía.
Entré y me dirigí directamente a mi despacho, como había hecho toda la semana anterior. Me sumergí en papeleo y cosas administrativas, con el tiempo corriendo, sin ser muy consciente de él. Sin embargo, mis manos se quedaron quietas y dejaron de trabajar en cuanto oí algo.
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El amor sí existe en Woodstock
RomanceCuando Sally huye de California, luego de que su prometido le fuese infiel, llega a un pequeño pueblo con un puñado de gente. Allí, la vida parece sonreírle, sin embargo, no todo es perfecto. Junto a la felicidad, llegan los problemas. Y, junto a a...