10. Milagros de Sangre

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Se había decidido.

Convencí a Becca, muy a regañadientes, de seguir leyendo el diario de Emma para encontrar pistas que nos llevaran a la biblioteca de Lord Bellator y al libro negro. Era evidente que debíamos comenzar la búsqueda en el Gran Comedor.

Después de trazar un plan lleno agujeros e incongruencias, regresamos a la celda número once para esconder el diario entre las fibras pestilentes del colchón, y completamente desmotivadas, nos dirigimos al Gran Comedor. Me obligué a beber el caldo amarillento y a masticar las escazas rodajas de zanahoria que flotaban en él.
Los pedazos de carne terminaron en el suelo, destinados a convertirse en el banquete de las ratas.

Cuando regresamos a las celdas bajo el ojo inquisidor de una cuidadora, el recuerdo de Emma en el congelador con el gancho encajado en la espalda, y después frente a la cama, desollada y con el músculo al rojo vivo a causa del fuego, embistió mis pensamientos. Deseé poder escabullirme entre las sombras para refugiarme en la cama de Becca, pero me resultó una hazaña demasiado peligrosa de ejecutar. Esa noche, a diferencia de la anterior, un par de cuidadoras flaquearon el pasillo, sofocándolo con el hedor pútrido de sus bocas.

Pasé casi toda la noche en vela, agazapada en el vértice de la pared, muerta de miedo por los sonidos nocturnos que se arrastraban debajo de mi cama, hasta que por fin el sueño me llevó a un mundo de pesadillas.

—¿Estás completamente segura? —me preguntó Becca a la mañana siguiente, por enésima vez. Sus cejas pobladas se habían convertido en un gusano marrón al contraer el entrecejo con fuerza.

Sus ojeras estaban más hinchadas de lo habitual; seguramente había pasado una noche horrible, al igual que yo.

—Completamente —respondí con una voz tan firme que Becca no pudo más que soltar un suspiro—. Voy a estar bien —prometí, aunque realmente no podía asegurarlo—. Necesito ir a ese lugar antes de que las cuidadoras comiencen la ronda matutina.

—Tienes sólo un par de horas —recalcó Becca con la voz echa un susurro, sin dejar de echar miraditas cautelosas hacia la puerta—. Las cuidadoras nunca se aparecen en el desayuno, pero sí que estarán rondando el resto de la tarde, y ni qué decir de la noche.

Asentí con el gesto serio y salí de la celda. Mi corazón comenzó a latir con fuerza al pensar en la trampilla, en Seth, en sus gritos.

En camino a la oficina de la directora, me detuve en la enfermería dónde me había refugiado del par de cuidadoras el día anterior, con la esperanza de encontrar un botiquín, o lo que sea que pudiera ayudar a sanar una herida en caso de que Seth lo necesitara —dejando de lado que podría estar muerto—. Moví la cabeza. No podía dejar que ese pensamiento se quedara en mi mente por más de un microsegundo sin sentir cómo mis ojos se humedecían. Sin despertar ese sentimiento de haberle fallado a alguien otra vez.

—¡Gracias, Dios! —susurré con excitación al encontrar un par de pequeñas cajas antiguas con gasas y un líquido oscuro como el café dentro de una botella del mismo color.

Recordé que mi madre alguna vez vertió en mi rodilla ese líquido cuando me caí en el parque, convenciéndome de que no ardería al contacto y que también ayudaría a que las líneas rojizas de piel abierta no se infectaran.

Metí las provisiones médicas dentro del escote de mi sostén, tal como Becca lo había hecho con el diario rojo, y con el corazón desembocado, me dirigí a toda velocidad a la estancia oscura.

Carne y Sangre #PGP2024  #PTR 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora