SEGUNDO SUSURRO: CONDENANDO EL ALMA DE UNA POBRE INGENUA

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Annabelle miró fijamente la espada cubierta de sangre a pocos pasos de ella. Con movimientos cautelosos, se acercó y la tomó entre sus manos. El frío del acero le transmitió una sensación de poder y, a la vez, de destino. Respiró hondo, tratando de calmar el frenético latir de su corazón, sabiendo que aquel enfrentamiento no solo decidiría su destino, sino el de todos los que aguardaban en silencio, ocultos en las sombras. Los pasos de los intrusos resonaban cada vez más cerca, y su eco se multiplicaba en las paredes del santuario, como si el propio lugar susurrara advertencias.

Cuando los intrusos cruzaron finalmente el umbral, se encontraron con una figura imponente, envuelta en la penumbra y con el brillo de una espada antigua en alto. Annabelle se mantuvo firme, dispuesta a luchar hasta el final. Con la espada en mano, se sentía invencible, lista para desafiar a quienes intentaran arrebatarle su libertad. Las sombras empezaron a reunirse alrededor de ella, encerrándola en un círculo. Sus ojos eran rojos como el fuego de los volcanes, y la negrura que las componía parecía absorber toda la luz del santuario. Annabelle estaba aterrada; nunca antes había visto algo tan siniestro. Pasó la espada por la mitad de una de las sombras, haciéndola desaparecer momentáneamente, pero rápidamente se regeneró. Sin esperar más, comenzó a correr, con las sombras siguiéndola, sus sonrisas espeluznantes brillando en la oscuridad.

— No dejes de correr, Annabelle—se animó a sí misma—. Tú puedes, solo...sigue.

Corría con todas sus fuerzas, sabiendo que no podía detenerse. La mansión se acercaba cada vez más, y con ella, la oportunidad de enfrentar a esa familia y romper el ciclo de oscuridad que los rodeaba. No iba a permitir que el amor se convirtiera en su perdición; lucharía por su vida y por su libertad, cueste lo que cueste. Cuando llegó a la mansión, las puertas ya estaban abiertas y las antorchas comenzaron a prenderse automáticamente. Ella caminó entre las llamas hasta llegar al imponente y espeluznante comedor, donde estaba reunida toda la familia Lith. En total eran diecinueve. En la parte superior de la mesa se encontraban los monarcas, quienes la miraron sin expresión alguna. El resto de los rostros se volvió hacia ella, incluyendo el de su prometido, Salazar Lith, quien la observaba con una mezcla de orgullo y algo indescifrable en sus ojos.

—Vosotros sois el demonio encarnado —dijo ella con odio, mirando a cada uno de los presentes—. Son tan malos y despreciables. ¿Cómo tienen corazón para atormentar a las personas?

Los monarcas no mostraron ninguna reacción, pero el resto de la familia murmuró entre sí, sorprendidos por su audacia. Salazar dio un paso hacia adelante, su rostro aún marcado por el orgullo, pero también por una sombra de preocupación.

—Annabelle —dijo él, intentando acercarse—. Esto es para nuestro futuro. Todo esto...

—¡No! —interrumpió ella con voz firme y decidida, levantando la espada con una fuerza que no había mostrado antes—. No más mentiras. No más juegos. Nunca debiste ocultarme la verdad. ¡Nunca debiste ocultarle esto a tu mujer!

Sus ojos brillaban con una mezcla de furia y decepción, reflejando las llamas de las antorchas que iluminaban la habitación. Su respiración era pesada, y sus manos temblaban ligeramente mientras sostenía la espada con una determinación inquebrantable.

—¿Sabes cuánto he sufrido por tu culpa estas últimas horas? —continuó, sin darle oportunidad de responder—. ¿Puedes imaginar siquiera cómo me sentí allí afuera, expuesta a todos esos peligros?

—Annabelle, lo hice por amor...

—¿Por amor? ¿Qué esperabas? ¿Que simplemente lo aceptara y siguiera adelante como si nada? Las cosas no funcionan de esa manera. No puedes simplemente traerme con engaños a tu supuesto hogar y esperar que después vaya a ti y te diga que todo está bien, que te perdono porque te amo. ¿Acaso estás loco?

CAMINOS DE SANGREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora