Cuando la lluvia caiga | Parte I

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Y si te sientes perdido, con tus ojos no has de ver. Hazlo con los de tu alma y encontrarás la calma, tu rosa de los vientos seré...

La rosa de los vientos
Mago de Oz

―Chaparra —Así es como él solía llamarme, y yo lo adoraba porque me hacía sentir única—

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―Chaparra —Así es como él solía llamarme, y yo lo adoraba porque me hacía sentir única—. ¿Alguna vez te has puesto a pensar qué hay después de la muerte? ―preguntó tras refugiarnos de la intensa lluvia en las escaleras techadas de una casa que encontramos en el camino.

―No. ¿Tú sí?

―Sí, vi morir a una persona ―confesó pensativo. Volteé a verlo por el tono de voz que usó, lo cual era inusual en él. Tenía la mirada fija a mitad de la calle.

―¿Cuándo? ¿Por qué no me habías platicado?

―Es que, fue ayer.

―¿Conocías a esa persona?

―No, para nada. Estaba en el hospital esperando que saliera mi mamá. Llegaron unas personas a urgencias con un muchachito. Tendría si acaso quince años, eso creo. Justo cuando entraron al hospital, se desplomó y corrieron a ayudarlo, pero ya no pudieron hacer nada.

—Mierda... ¿Se golpeó la cabeza? ¿O de qué murió? ―quise saber más, porque para que Abel lo mencionara de esa manera tan apagada, era porque lo impactó en verdad.

—Escuché a las enfermeras decir que fue un infarto.

—Pero si era un niño —dije sumida en la ignorancia—. ¿Los niños o adolescentes pueden morir de un infarto?

—Tengo entendido que sí. No sé, no quise preguntarle nada a mi mamá.

—Es increíble como todo puede pasar en cuestión de segundos ―mencioné pensativa, porque en ese momento no solamente me refería a la muerte. Hay accidentes que pueden pasar, y que, si bien no te quitan la vida, pueden destruírtela.

—Sí. No tenemos la vida asegurada —dijo pensativo, con sus ojos verdes sobre mí—. ¿Me extrañarías si algo me pasara?

Su pregunta me hizo sentir de pronto una punzada en el pecho, porque Abel era todo lo que yo tenía. Él era mi refugio, mi zona segura, y el temor a perderlo me hizo enganchar mi brazo con el suyo.

—Obvio que sí, tonto —respondí enseguida, recargando mi cabeza en su hombro. Él debía tener claro cuán importante era para mí—. Y si eso pasara un día, no encontraría mi lugar favorito en nadie más.

Nos quedamos unos segundos en silencio que aproveché para ovillarme un poco más a su lado, porque definitivamente, él era mi salvavidas en ese inmenso océano llamado vida. Un océano que, en el primer momento de debilidad o cansancio, te abraza desde mar abierto con sus recias y enormes olas que te ahogan, te asfixian arrebatándote el último respiro que puede ayudarte a no sucumbir ante su más profunda oscuridad.

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