🖤Capítulo 9🖤

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-¿Qué vas a hacer? -le preguntó Smith a su hermano.
    
Mew miraba impasible los tapices que colgaban de la pared en el gran salón. El fuego crepitaba en la chimenea, calentando las paredes de piedra que aún conservaban el frío del invierno. Todavía se escuchaban sonidos imprecisos, pero ninguna risa. Hacía horas que los invitados habían abandonado la estancia.
    
Los sirvientes retiraban las mesas y los bancos, dejando sólo la tarima permanente del señor de la fortaleza, y reunían con rapidez los restos de comida para repartirlos entre los vasallos más pobres, mientras los galgos de Mew devoraban las sobras.
    
Al menos, nadie había puesto objeciones cuando el barón decretó con frialdad que no habría signos externos de duelo hasta el funeral, que se celebraría diez días después, con el fin de que la alegría del matrimonio prevaleciera sobre el dolor por la muerte de un hombre que hacía tiempo que sufría atrozmente.
    
-¿Mew? -insistió Smith.
    
-Le daré sepultura cristiana a ese bastardo, ¿qué otra cosa puedo hacer? -respondió de forma cortante.
    
-No me refería a eso.
    
Lentamente, el puño de Mew, recubierto por el guantelete de malla, descendió y golpeó la mesa con tal fuerza que hizo temblar la sólida madera.
    
-Lamento no haber matado a Kao cuando tuve ocasión -reconoció entre dientes.
    
-¿Por qué? -inquirió Smith, desconcertado-. Se marchó en paz, llevándose a sus seguidores consigo.
    
Mew gruñó.
    
-Me veré obligado por tradición y cortesía a invitarle al funeral.
    
-Pero, para entonces, el resto de tu ejército ya habrá llegado -señaló su hermano-. La fortaleza estará protegida frente a todo, a excepción del propio Rey.
    
Con un impaciente movimiento, Mew giró la cabeza y miró a Smith.
    
-Ya oíste a Lord Kanawut -dijo con voz gélida-. Existe un cierto afecto entre mi esposo y ese maldito. ¡Incluso es posible que Gulf esté esperando un hijo de ese bastardo ahora mismo!
    
-Sí -admitió Smith a regañadientes-. Ésa es la razón por la que quiero saber lo que vas a hacer.
    
-No lo poseeré hasta estar seguro de que no espera un hijo. Entretanto, lo cortejaré, descubriré sus verdades y sus mentiras, accederé a sus secretos, sopesaré sus debilidades, y entonces, sólo entonces, procederé a asediarlo.
    
-Venciéndolo.
    
-Sí. -Una firme determinación brillaba en los ojos del normando-. Y créeme que disfrutaré con su rendición. ¡Dios, afecto entre ellos!
    
-Casi siento pena por él -comentó Smith con una sonrisa despiadada.
    
Mew arqueó una ceja a modo de pregunta.
    
-Ni siquiera imagina lo que le espera -le explicó su hermano.
    
Tras encogerse de hombros, el barón se dio la vuelta para mirar fijamente el gran salón, donde todos los caballeros de la fortaleza habían oído cómo su nuevo señor había sido maldecido por Lord Kanawut antes de morir. No era fácil asimilar la maldición de un moribundo.
    
-¿Mew?
    
El interpelado miró a Smith de reojo.
    
-¿Qué ocurrirá si él está esperando un hijo de Kao? -preguntó su hermano sin rodeos.
    
El barón volvió a encogerse de hombros.
    
-Llevaremos al niño a Normandía para que se críe allí. Y después…
    
Smith esperó, observando a su hermano con imperturbables ojos negros.
    
-Y después le enseñaré a mi esposo que, brujo o no, tendrá que ser fiel a mí. De lo contrario, acabará suplicando a Dios que lo libere del verdadero infierno en que convertiré su vida.
    
-¿Y qué pasa con la maldición glendruid?
    
-¿Qué quieres decir?
    
-El pueblo cree en él, independientemente de que tú lo hagas o no. Si te burlas de la maldición abiertamente… -La voz de Smith se desvaneció.
    
-Si Gulf no me da un hijo, esparciré sal por las cosechas y mataré los rebaños con mis propias manos -afirmó Mew violentamente.
    
De nuevo, el puño del normando golpeó la mesa con tal fuerza que hizo que la gruesa madera se estremeciera. Llegar a estar tan cerca de sus sueños y ver entonces cómo todo se convertía en cenizas le quemaba las entrañas.
    
-Maldita sea, he sido utilizado.
    
En el incómodo silencio que siguió a las palabras de Mew, los sonidos cotidianos de la fortaleza parecieron incrementarse; el murmullo del agua que se sacaba del pozo ubicado justo debajo, los sirvientes que iban y venían hablando de cuál era el mejor lugar para guardar un banco o la vajilla, o de que habían descuidado el fuego de la chimenea. Todos aquellos sonidos se veían envueltos por el ruido que producía la lluvia al caer, un ruido tan familiar que nadie reparó en él cuando desapareció.
   
De repente, Mew se puso en pie y salió a grandes zancadas de la sala. Giró a la derecha para acceder a las escaleras, que subió de dos en dos, y se dirigió a los aposentos de Gulf mientras repetía en su mente ciertos versos cuidadosamente escogidos de la Biblia, recordándose a sí mismo que otros hombres antes que él se habían visto inmersos en pequeñas batallas y grandes guerras, y habían salido de ellas vencedores.
   
Repetir aquellos pasajes bíblicos se había convertido en un ritual que en raras ocasiones fracasaba en su tarea de controlar la rabia que hervía en su interior. Había tenido que aprender a controlarse en la prisión del sultán a costa de un elevado precio. La disciplina era todo lo que le quedaba para no volverse loco, y se había visto obligado a aceptar las frías instrucciones de su cerebro en vez de dejarse llevar por la tórrida violencia de la sangre vikinga que corría por sus venas; la misma que sin duda corría por las de Kao Noppakao.
   
Pero esa noche, nada parecía someter la impaciencia de Mew. Bajo una apariencia externa de calma, la rabia que había en él ardía con una llama tan primitiva como la que había visto en los ojos de Gulf.
   
La imagen de su esposo avanzando hacia él envuelto en neblina plateada, envió un destello de calor a las entrañas de Mew, cuyo cuerpo se tensó con tal rapidez que le dejó asombrado. No había sabido hasta entonces lo débil que era su autocontrol con Gulf, ni lo mucho que lo deseaba.
   
Aquel doncel había conseguido sorprenderlo; había permanecido de pie a su lado imperturbable, y había aceptado ser su esposo esperando desde el principio sentir el cortante acero en su carne, traicionara a quien traicionara en la iglesia.
   
Pocos hombres hubieran hecho lo que Gulf hizo sin un solo atisbo de duda. Mew no había conocido nunca a un doncel con tal coraje.
   
«Piensa, se aconsejó a sí mismo con severidad.

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