🖤Capítulo 13🖤

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Cuando Smith volvió por fin a la fortaleza, Mew se había cambiado la ropa de batalla y estaba sentado cómodamente en las dependencias privadas del señor, lejos del salón principal. Lo que una vez fuera un lecho de enfermo se había transformado esa misma mañana en un lujoso sillón hecho especialmente para el barón, pues había decidido que en aquella estancia tendría la intimidad que el resto del castillo no le proporcionaba.
   
Lo que Smith había averiguado siguiendo la pista de Gulf requería esa intimidad. La cara pálida y demacrada de su esposo, su mirada perdida, y un silencio que no rompió en ningún momento durante su regreso al castillo, lo perturbaba de una manera que le resultaba difícil describir, y mucho menos comprender.
   
Además de la discreción que Mew buscaba, las dependencias principales de la fortaleza le ofrecían el calor necesario para aliviar el frío que parecía haberse establecido en su interior. El fuego ardía vivamente en una gran chimenea, obligando a ceder terreno a la humedad y los restos del invierno, y las largas y estrechas ventanas protegían el lugar de la lluvia de la tarde, convirtiéndolo en la habitación más bella del castillo.
   
-Parece que hubieras salido del foso -dijo Mew cuando Smith entró dejando a su paso regueros de agua.
   
-Así me siento.
   
-Caliéntate. Enseguida hablamos.
   
Mientras su hermano se dirigía hacia el fuego despojándose de su capa y guantes empapados, el barón se volvió hacia el sirviente que esperaba en la puerta, dispuesto a servir a su señor.
   
-Trae pan, queso y una jarra de cerveza -le ordenó Mew-. También algo caliente… -Miró a su hermano y le preguntó-: ¿Qué tal una sopa?
   
-De acuerdo -contestó Smith.
   
-Y averigua dónde se ha metido Mild -siguió ordenando al sirviente-. Envié a buscarlo hace rato.
   
-Sí, milord.
   
Sentado en el sillón con la espalda erguida, Mew alargó una mano para desligar entre sus dedos una pila de joyas que reposaban en una mesa cercana, mientras esperaba a que los pasos del sirviente se alejasen lo suficiente para poder hablar sin temor a ser oído.
   
Un sonido puro y melodioso invadió el aire, procedente de las pulseras y cadenas de las que colgaban diminutos cascabeles de oro que una vez adornaron las muñecas, tobillos, caderas y cintura del concubino favorito de un importante sultán. Después de que Mew conquistara una ciudadela en Tierra Santa, el doncel fue devuelto intacto al sultán. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con sus joyas.
   
-¿Cómo está tu halcón hembra? -preguntó Smith acordándose del regalo del Rey al oír el sonido de los cascabeles.

No tenía ganas de sacar el tema de Gulf.
   
-Progresa con una rapidez asombrosa -contestó distraídamente Mew-. Le quité la caperuza después de venir del bosque y no mostró miedo alguno; ni siquiera batió sus alas. Acudió a mi silbido como si hubiera nacido para ello y se posó sobre mi brazo. Mañana por la tarde la sacaré un rato de las halconeras y pronto la dejaré posarse sobre mi muñeca por toda la fortaleza. No creo que tarde mucho en llevarla a cazar.
   
-Excelente -opinó Smith, aliviado de que algo fuera bien.
   
-Sí… -El barón cerró los ojos un momento, como si quisiera escuchar mejor el armonioso sonido de las joyas-. Da la impresión de que ya haya sido adiestrada -dijo tras una pausa.
   
-¿Tú crees?
   
-Puede ser. Aunque es extraño teniendo en cuenta que fue capturada con una red. No la cogieron del nido y sabe lo que es la libertad, por lo que domarla es mucho más complicado. Pero el encargado de los halcones me ha asegurado que eso no importa, porque fue Gulf quien se hizo cargo de ella a su llegada.
   
Smith emitió un sonido neutro.
   
-¿Qué descubriste al seguir su rastro? -preguntó Mew sin apenas cambiar la inflexión de su voz. Sin embargo, la sutil diferencia en su tono fue suficiente para recordarle a Smith lo mucho que le interesaba a su hermano la respuesta.
   
-Nada -contestó sin rodeos-. El galgo perdió el rastro.
   
El sonido de los pequeños cascabeles dorados se silenció cuando el barón miró fijamente a Smith.
   
-¿Perdió el rastro? -se extrañó-. ¡Leaper tiene el olfato más agudo que cualquier otro perro de caza que jamás haya adiestrado!
   
-Cierto.
   
-¿Qué viste allí?
   
-A un enorme ciervo que vive cerca del nacimiento del riachuelo que desemboca en el río de Blackthorne, un águila y cinco cuervos que discutían por una presa, y huellas de un zorro que había cazado una liebre.
   
-¿Algún rastro de caballos? -rugió Mew.
   
-En absoluto.
   
-¿Y de bueyes, carros o huellas de botas? -insistió.
   
-Nada.
   
-¿Dónde perdiste el rastro?
   
-Exactamente donde Gulf dijo que lo haría: en las rocas que rodean el montículo sagrado.
   
-¿Y no había rastro de nadie más?
   
-No -dijo escuetamente Smith-. Es imposible que Kao Noppakao o cualquier otro hombre estuviera allí con tu esposo esta mañana.
   
Mew gruñó.
   
-Puede que sólo estuviera haciendo lo que dijo: recoger plantas -señaló Smith.
   
-Tal vez, pero podía haberlas recogido más cerca de la fortaleza.
   
-¿Has averiguado si esas plantas tienen una finalidad específica?
   
-Le enseñé una hoja al jardinero y dijo que nunca había visto nada semejante -comentó el barón.
   
Mew necesitaba tiempo para pensar. Había demostrado ser un magnífico estratega en Tierra Santa, pero en la batalla que estaba librando con su esposo estaba fracasando estrepitosamente. Y él necesitaba ganar. Era crucial para su futuro.
   
-Puede que haya juzgado mal a mi esposo -reflexionó en voz alta-. Sí, lo he tratado mal.
   
-¿Cómo? Cualquier otro esposo le habría dado una buena paliza por irse solo al bosque sin avisar a nadie.
   
-¿Cómo sabes que no lo he hecho? -inquirió Mew con voz tranquila.
   
-Tras liberarte de la prisión, juraste que nunca permitirías el castigo con azotes ni latigazos cuando tuvieras tus propios dominios. Te conozco bien, hermano; eres un hombre de palabra.
   
Escuchar a Smith hizo que el barón recordara el horror de su cautiverio; pero rápidamente lo relegó al más oscuro rincón de su mente, aunque no podía evitar que resurgiera cuando dormía.
   
-¿Te he dado las gracias por aquello?
   
-Nos hemos salvado la vida tantas veces el uno al otro, que es imposible llevar la cuenta -señaló Smith secamente.
   
-No fue mi vida lo que salvaste, sino mi alma.
   
De nuevo sonaron los pequeños cascabeles, agitados por el puño de Mew.
   
-Tengo una nueva misión para ti -dijo tras una pausa-: la de guardián.
   
Smith se volvió rápidamente apartando la mirada del fuego.
   
-¿Es que Jes ha descubierto más amenazas contra ti?
   
-No me protegerás a mí, sino a Gulf.
   
-¿Cómo puedes pedirme eso? -le preguntó indignado.
   
-¿En quién más puedo confiar para que no seduzca a mi esposo ni se deje seducir? -adujo Mew.
   
- Ahora entiendo por qué los sultanes utilizan eunucos.
   
-No te pediría ese sacrificio.
   
-¡Dios! -exclamó Smith pasándose una mano por el cabello-. Te debo mucho, Mew, ¡pero no mi hombría!
   
La risa del barón se mezcló con el leve tintineo de las joyas que deslizaba entre sus dedos.
   
-Tu trabajo será vigilar que nadie visite los aposentos de Gulf, excepto yo -le explico.
   
-¿Y su sirviente?
   
-También permanecerá alejado. -Hizo una pausa-. Seré yo quien ayude a mi esposo a vestirse y a desnudarse.
   
Smith intentó no reírse, pero la diversión era evidente en su atractivo rostro.
   
-Gulf merece un castigo especial por ponerse a sí mismo en peligro -reflexionó Mew en voz alta-. Lo trataré igual que a un halcón sin amaestrar. Comerá de mi mano y beberá de mi boca; cuando duerma, será junto a mí, y cuando despierte, será mi respiración lo primero que oiga y mi calor el que lo cobije.
   
Intrigado, su hermano arqueó una ceja.
   
-Afirma que no lo conozco y está en lo cierto -continuó el barón-. El error es mío. Al principio parecía dispuesto a que este matrimonio funcionara, sin embargo, por alguna razón, ahora se ha echado atrás.
   
Smith se preguntaba en silencio qué habría ocurrido cuando dejó a su hermano y a Gulf solos en el bosque, pero no dijo nada. Conocía a Mew demasiado bien como para entrometerse una vez había empezado a planear cómo conquistar una fortaleza… o un doncel.
   
-Para cuando sepa si está o no esperando un hijo -sentenció-, lo conoceré mejor de lo que nadie lo ha conocido nunca.
   
-¿Le has comunicado que es un prisionero en su propio hogar? -inquirió Smith con tono neutro.
   
-Sí.
   
-¿Qué ha dicho?
   
Los ojos del barón se entrecerraron hasta convertirse en dos estrechas ranuras.
   
-Nada. No me ha vuelto a hablar desde que me informó de que moriría sin descendencia.
   
- ¡Dios santo! -exclamó su hermano, asombrado.
   
Antes de que Mew pudiese seguir relatando lo ocurrido, volvió el sirviente acompañado de Mild. Cuando Smith empezó a comer después de que el criado sirviera la cena y se retirara, el barón invitó al anciano a que se acercase al hogar.
   
-¿Has cenado ya? -se interesó educadamente.
   
-Sí, milord. Gracias.
   
Mew hizo una pausa para preguntarse cuál sería la mejor manera de abordar el tema de su esposo glendruid, de maleficios y esperanzas, de superstición y verdad; y de las conexiones secretas que los unen.

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