Dos corazones. Dos historias.
¿Tendrán futuro en este mundo?
Él está roto y nadie sabe por qué.
Ella también lo está pero lo oculta bien.
Tal vez se queden como un recuerdo en la memoria del otro.
O quizá estén destinados a destruir el fuego que los...
Lunes, 12 de octubre 2020 He perdido el bus por lo que me toca ir a clase en bicicleta. Me gusta ir a los sitios en bici y aprovechar para ver el paisaje, los árboles... El sol brilla intensamente, y el aire fresco de la mañana acaricia mi rostro mientras pedaleo. Las hojas de los árboles susurran suavemente con la brisa, creando una melodía que normalmente disfrutaría. No obstante, hoy es diferente. La naturaleza siempre me ha transmitido mucha calidez y me llena de tranquilidad. Sin embargo, esta vez escuchar el canto de los pájaros no surte el efecto esperado y en lugar de relajarme, me altera mucho más. Cada vez pedaleo más deprisa. Cuando llego al instituto, camino directamente en dirección a mi taquilla. Al subir las escaleras, el eco de mis pasos resuena en el pasillo, y la multitud de estudiantes se siente abrumadora. Me cruzo con Styles, que se encuentra hablando animadamente con su novia. Su risa contagiosa me hace sentir un poco fuera de lugar, como si su felicidad resaltara mi propia inquietud. Hasley y Styles llevan juntos desde... ¿desde siempre? No lo sé con exactitud y tampoco me voy a poner a pensar en ello ahora. Cuando empezaron a salir, Hasley se unió a nuestro grupo y ya no recuerdo cuándo fue eso. En el momento en el que paso por su lado, mi amigo se gira bruscamente hacia mí como si hubiera sentido una corriente eléctrica en el aire. —¡Kyle! ¿estás bien, tío? Pensé que te había matado al darte esa cosa. Uff, menos mal. Ja, ja. Se acerca y me da una palmada en la espalda, un gesto que debería ser amistoso pero que en este momento me resulta como un golpe. Hago una mueca ante sus palabras. «Vete tú a saber qué mierda me dio.» Mi mente se siente como un torbellino, tratando de ordenar los pensamientos mientras el eco de su risa resuena en mis oídos. Sinceramente no estoy de humor para risas ahora mismo, así que los saludo con un corto asentimiento de cabeza a ambos, como si fuera un autómata programado para seguir el protocolo social, y me voy de allí lo más rápido que puedo. Al llegar a la taquilla, la abro y empiezo a buscar con desesperación mi cuaderno de notas. La madera cruje bajo mis dedos, cada sonido amplificado por la tensión en el aire. Siempre lo llevo conmigo para evitarme este mal trago, pero la última vez, Styles no dejaba de insistir para que se lo enseñara. Sus ojos brillaban con curiosidad, y claramente eso no va a ocurrir mientras yo siga respirando. Cierro el candado de nuevo con un clic que resuena en mi pecho, un recordatorio de que hay cosas que deben permanecer bajo llave. Camino hacia clase con la cabeza llena de imágenes que desearía poder borrar.
Aún faltan dos horas para poder irme a casa y ya se me acelera el pulso. El sonido del reloj en la pared se vuelve ensordecedor, marcando cada segundo como un recordatorio de lo lejos que aún estoy de la libertad. Mi ansiedad está creciendo a pasos agigantados. Siento como si una presión invisible se acumulase en mi pecho, haciéndome difícil respirar. En apenas unos segundos, mi cabeza ya está dando vueltas a punto de estallar. Los pensamientos se agolpan, chocando entre sí como un torrente incontrolable. A mi alrededor las voces se vuelven distorsionadas, difusas, como si estuviera bajo el agua, escuchando ecos lejanos. Las letras del libro frente a mí se mezclan y se convierten en manchas de tinta, irreconocibles. Un nudo se forma en la boca de mi estómago. Siento como si una roca pesada se estuviera asentando, impidiendo cualquier atisbo de calma. Con las manos temblorosas, no logro sostener el lápiz y este cae al suelo. El sonido de este golpeando el suelo resuena en mi mente, como un símbolo de mi falta de control. Mis piernas se balancean inquietas bajo la mesa. El movimiento es un intento desesperado de liberar la energía acumulada, pero solo aumenta mi incomodidad. Recojo el lápiz y lo aprieto entre los dedos. El tacto frío de la madera y el grafito, me ancla momentáneamente a la realidad. Muerdo mi labio inferior, en un intento por contener las lágrimas. La salinidad de mis emociones amenaza con desbordarse, pero lucho por mantenerme firme. «Tengo que salir de aquí.» Empiezo a guardar las cosas de nuevo en la mochila. Mis movimientos son rápidos y desordenados, como si cada segundo contara. Todo ante la atenta mirada del profesor y de mis compañeros, que se han girado a verme por el hecho de que no estoy siendo precisamente discreto. Siento sus ojos pesados sobre mí, como una carga que solo aumenta mi ansiedad. Escucho algunos murmullos a lo lejos, lo que supongo que son preguntas sobre qué está pasando y por qué estoy recogiendo tan pronto si todavía no ha terminado la clase, sus palabras se entrelazan con mi creciente malestar, creando un eco de incomprensión, así que respondo con un simple y rotundo… —Me tengo que ir. Lo siento. Sin perder más tiempo, salgo de la clase y me dirijo a las escaleras que llevan a la puerta que da al campo de fútbol. La luz del sol me golpea la cara al abrir la puerta, pero no me detengo a disfrutarla; salgo casi corriendo, como si la prisa pudiera alejarme de la tormenta que llevo dentro. Me dejo caer en la parte trasera de las gradas, un refugio improvisado donde puedo esconderme de cualquier posible mirada curiosa. Me quito la mochila con brusquedad, el sonido del material golpeando el suelo resuena en el aire tranquilo del campo. La suelto, dejándola caer a mi lado de un golpe, como si el peso de mis preocupaciones pudiera aligerarse con ese simple gesto. Apoyo los codos en las rodillas, encorvado, y paso las manos por mi acalorado rostro, limpiando las lágrimas que ya no logro contener durante más tiempo. Mis dedos rozan la piel caliente, y el contacto me recuerda que estoy vivo, a pesar de la tormenta emocional que me consume. Suspiro de puro agotamiento, el aire sale de mis pulmones como si fuera un lastre. Ni siquiera intento calmar los latidos de mi corazón, que retumban en mis oídos como un tambor desbocado. Cierro los ojos con fuerza, tratando de ahogar la angustia que me invade, mientras mi respiración se vuelve entrecortada, como si cada inhalación fuera un esfuerzo monumental. Mi cuerpo se mueve acompañando los sollozos que salen inevitablemente de mi garganta, un sonido desgarrador que resuena en la soledad del espacio vacío. Odio estos sentimientos, este remolino descontrolado de pensamientos que me atrapan y me despojan de cualquier forma de paz. Cuando consigo recuperar un poco el control sobre mí mismo, una mano se apoya en mi espalda. La siento apretando mi hombro izquierdo, un gesto inesperado que me sobresalta y me saca momentáneamente de mi tormento. Chocolate. Una mano de largos dedos adornados con las uñas pintadas de un profundo color azul sostiene ante mí una barrita de chocolate. La delicadeza de su mano contrasta con la robustez de la situación, creando un momento de tensión palpable. Levanto despacio la mirada y no puedo evitar fruncir el ceño al encontrarme con esos hipnotizantes ojos esmeralda. Esos ojos, brillantes y profundos como un lago en calma, parecen leer mis pensamientos, haciendo que me sienta vulnerable. «¿Qué hace ella aquí?» Me levanto bruscamente, haciendo que la chica aparte su mano con timidez. Nos quedamos mirándonos directamente a los ojos el uno al otro durante unos segundos. Entrecierro mis ojos y me giro para recoger mis cosas y volver a clase, pero ella me interrumpe levantando el brazo y ofreciéndome, una vez más, esa estúpida barrita. Sacudo la cabeza dándole a entender que no la quiero. Su expresión se transforma, mostrando una determinación que me desarma. Mi respuesta no parece satisfacer su extraño afán por ayudarme o lo que sea que pretenda hacer. —Tienes que comer algo. Cógela. Además, dicen que el chocolate tiene el poder de aliviar todas las penas —eleva levemente las cejas y sonríe. Suspiro ignorando lo que dice —Tal vez la coma más tarde. Pero gracias —cojo a regañadientes el chocolate y sus suaves dedos rozan los míos apenas un segundo. Ese roce es como una chispa, encendiendo una corriente eléctrica que recorre mi piel. Otra vez esa extraña sensación. La mezcla de confusión y curiosidad me deja con ganas de descubrir más sobre ella, a pesar de la advertencia que resuena en mi mente. «¿Por qué esta misteriosa chica provoca esto en mí? Ten cuidado Kyle, estás entrando en un juego muy peligroso.» —Ahora, si me disculpas… Me doy media vuelta, recojo mi mochila del suelo y cuando estoy a punto de irme, ella vuelve a hablar —sabes que no tienes por qué estar solo. ¿Verdad? —hace una breve pausa—. Soy Emma. Estoy desconcertado. Algo se remueve en mi interior al oír esas palabras. «¿Por qué se preocupa por mí si ni siquiera me conoce?» —Kyle —respondo aún de espaldas a ella. Empiezo a caminar hacia la siguiente clase, haciendo un enorme esfuerzo por no girarme a verla una vez más. «De todas formas, ¿qué estaba haciendo ella ahí? ¿No debería estar en clase a estas horas?»
Saco la barrita de mi bolsillo y la observo. Un pequeño regalo que evoca la curiosidad y la posibilidad de disfrutar algo que normalmente no consumiría. La sensación de la envoltura suave y ligeramente pegajosa entre mis dedos añade una capa de intriga al acto de abrirla. Es raro, pero me apetece morder un poco. Abro suavemente el plástico, el sonido del envoltorio rasgándose es casi musical. Llevo la barrita a mis labios y muerdo un trozo, sintiendo cómo el chocolate derretido se mezcla con la textura crujiente de los cereales. —AAAAHHH. El estridente chillido de la siempre inoportuna morena sobresalta a todos los presentes. La sorpresa colectiva se manifiesta en miradas confusas y gestos de incomodidad, pero para mí, este tipo de sucesos repentinos eran una constante en mi vida, por lo que continúo comiendo tranquilamente mientras el resto se queja. —¿Qué ocurre, Cassie? —pregunto más por los demás que por mí mismo. —Os he estado buscando por todas partes —hace una pausa para recuperar el aliento y prosigue—. No os lo vais a creer. Su entusiasmo es contagioso, y aunque intento mantener mi expresión neutra, la chispa en sus ojos me atrapa. —He ido a preguntarle al señor Scott mi nota del examen que hicimos el otro día y después de decirme que tengo un hermoso siete a pesar de la sintaxis, me ha dicho que la semana que viene nos va a llevar de excursión —la idea de una excursión despierta una emoción infantil en mí, un anhelo de aventura y aprendizaje—. —A que es genial? No me ha dicho a dónde iremos pero dice que va a ser interesante y que nos lo vamos a pasar bien. Sobre todo los que están interesados en la literatura, la escritura y ese tipo de cosas creativas. Me mira para ver mi reacción, la mención de “interesante” y “divertido” hace que mi mente vuele hacia posibilidades infinitas, pero mantengo mi característica expresión neutra. Ella rueda los ojos sonriendo. De acuerdo, no puedo mentir, me interesa. Todo el mundo sabe que me interesa. Sobre todo porque el profesor Scott nunca nos ha llevado a ningún sitio. —¿Te ha dicho qué día iremos? —pregunto con el corazón latiendo en mis oídos. Siempre me hacen ilusión estas cosas. «Parezco un niño pequeño.» —No, se lo he preguntado para decírtelo pero no ha querido decírmelo —su mirada se entristece—. Al parecer quiere que sea una sorpresa o algo así. Espero que no nos ponga después un examen sobre lo que sea que hagamos. Porque así seguro que no me sirve de nada el siete. Se lamenta y en su rostro se puede ver con claridad el miedo que está sintiendo mientras se muerde la uña del pulgar derecho. Ese gesto lo hace cuando está preocupada. Aunque se lo copió a su personaje favorito de no sé qué serie y lo ha adoptado como suyo. Esa es Cassie. Extraña por naturaleza. Sin embargo... creo que es una de las pocas buenas personas que conozco. «Además… define normal.» Termino de un bocado la barrita que aún se encuentra en mi mano. Arrugo el plástico y lo tiro en uno de los contenedores de reciclaje que hay unos pasos más adelante. El sonido del plástico al caer resuena en el aire, un pequeño acto que me recuerda la importancia de cuidar el entorno. Sonrío al recordar la preocupación despreocupada de esa chica. ¿Alguna vez dejará de lado el misterio? «¿Y a tí qué más te da Kyle? Céntrate. No puedes dejarla entrar. No debes dejarla entrar.» Mi ceño vuelve a fruncirse con esos pensamientos y una sombra de angustia se cierne sobre mí. Suspiro, encaminándome hacia la clase de audiovisuales, que se encuentra en la segunda planta. Cada paso que doy se siente más pesado, como si el aire estuviera impregnado de dudas. «Debo tener cuidado si no quiero sufrir de nuevo.» La advertencia resuena en mi mente, recordándome las lecciones del pasado y las barreras que he levantado para protegerme.
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