Mis cenizas vuelven al papel.
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Ángelo se despertaba en las noches para sucumbir ante la locura. No podía encontrar el origen de su desdicha. Entre jadeos sordos y angustias, resaltaba un sentimiento asemejado a la culpa, como si se tratara de un mal sabor de boca que lo hacía sentir inseguro. Era incapaz de definirlo de otra manera. Su habitación era un santuario al que podía recurrir en el momento que volviera la represión. El impulso más prominente residía en una mescolanza de emociones confusas. Un síndrome, una patología negativa que lo vencía en cada combate y lo subyugaba hasta deshacer la más mínima esperanza de exoneración. El día en que sus padres lo inscribieron en la clase de atletismo de la Unidad Deportiva de la Ciudad de México, confirmó que no era alguien normal. Lo que comenzó como un desconcierto, se transformó en una aflicción. Miraba a sus compañeros con deseos indomables. Su instructor usaba pantalones cortos que lo ayudaban a remarcar los resultados de su entrenamiento. Sin embargo, en su clase había un muchacho delgado y apuesto de sonrisa sensual. Por motivos inexplicables, Ángelo sentía la necesidad de estar a su lado todo el tiempo. Su presencia lo enloquecía, aunque este último lo ignorara por perseguir como perro faldero a las otras chicas. Si bien el interés por su compañero era más que considerable no podía recordar su nombre, tampoco el de su instructor; pero las imágenes de sus cuerpos quedaron impresas en su memoria. Iba los sábados en la tarde, cuando el sol estaba por ocultarse. El arribo de aquel día lo alucinaba. Durante la semana trataba de imaginar el cambio de ropa iban a usar, qué ejercicios los pondrían a hacer durante la clase. Hubo ocasiones en las que organizaban partidos de soccer. Ángelo tomaba ventaja para sentarse en las gradas de la pista y ver a su instructor ir de un lado a otro tras el balón. Estaba tan inmerso en sus ilusiones que dejaba de preocuparse por el miedo de que lo descubrieran. Era un romance sutil e inadvertido. Los nervios impidieron que pudiera establecer con él un vínculo más allá de lo competente. Fue una época aventurera. Aprendió mucho durante esa época. Desde entonces no había dejado de ejercitarse regularmente y cuidar bien de su salud.
Para Ángelo, era imposible no compararse con los otros muchachos. Había estándares que, según la opinión pública, no podían ser burlados. Eso fue lo que su análisis temprano arrojó como primer resultado. Se le dificultaba adecuarse al comportamiento masculino. No porque se rehusara, sino porque no era innato. Nunca se lo había preguntado de una manera tan profunda hasta que ingresó al atletismo. ¿Qué era lo que su amigo veía en las otras chicas? Obviamente le gustaban. Entendía bien ese punto. Sin embargo, tras varios días de intensa meditación, y como consecuencia de los celos que no podía disociar por culpa de su enamoramiento, hubo un punto de inflexión que confirmó sus sospechas. Un punto de quiebre que lo indujo a concluir, al menos en un primer indicio, que no le gustaban las niñas. No. Más bien entendió que, en toda su vida, jamás se había interesado en ellas. Ese muchacho lo conquistó sin siquiera haber entablado una conversación válida. Quiso intentarlo varias veces, pero estaba claro que no le interesaba conocerlo. Estas repercusiones hicieron que el velo se cayera de sus ojos y pudiera sentir las primeras manifestaciones del rechazo amoroso. Sin saber cómo enfrentarlo, optó por guardar su distancia y conformarse con su apatía. Una sola mirada bastó para que reinterpretara toda su inconsistencia emocional. De pronto, un camino se iluminó frente a él para iniciar una travesía que lo conduciría por los desabridos valles de la homosexualidad, los valles de sombra de muerte de los cuales era casi imposible salir con vida.
Gracias a los consejos de su padre Enrique, militar retirado y amante del deporte, Ángelo logró resultados que lo ayudaron a detonar la dimensión de su cuerpo. Por ello, generó envidias que lo catalogaron entre los más altos estándares del cuidado personal. Era un galán pretendido por las muchachas más guapas del instituto. Con el atrevimiento de seducirlo y complacer sus deseos afectivos, se sentaban cerca de él para poder adular su apariencia y volverlo partícipe de sus mañas; pero Ángelo jamás estuvo de humor para ello. Su inteligencia lo posicionaba como el mejor estudiante de su generación. Su madre Sara, ama de casa y fiel congregante, se lo dijo a su marido cuando se enteró de los comentarios que sus profesores de primaria le dijeron después de la junta de padres y maestros. «Aprende demasiado rápido. No hay nada que no pueda memorizar. Es un genio». De vez en cuando se asomaban para encontrarlo leyendo cuentos y novelas, libros enciclopédicos; rayándolo todo con resaltadores y anotando cosas en los márgenes de las páginas. Cuando Ángelo estaba en la escuela, Sara entraba en su habitación y revisaba los libros que había estado leyendo. Su abuela materna les había heredado un librero enorme, el cual originó en Ángelo una insaciable curiosidad. Los libros de Gabriel García Márquez fueron los que más lo atrajeron. Se enamoró al instante de su narrativa. Por otro lado, Enrique lo mantenía en constante disciplina. Gracias a su educación militar, Ángelo logró formarse en las aras del carácter y la responsabilidad. Organizó mejor sus prioridades y había tratado a su cuerpo con el respeto que se merecía. Lo que Enrique no podía explicar era su evidente desdén por las chicas. Era cierto que lo había educado con mano de hierro, pero como padre esperaba que Ángelo desafiara sus estatutos sobre las relaciones sentimentales. Aguardó pacientemente durante sus años de secundaria y preparatoria, pero no hubo resultados. Ángelo prefería quedarse en su habitación y usar su computadora, rodearse de libros y escribir solo hasta altas horas de la noche. Sentía el impulso de ir a enfrentarlo y preguntarle sobre sus dudas, pero sabía que eso iba a dejarlo en una posición vulnerable. Era Ángelo quien tenía que ir con él para resolver sus inquietudes sobre el noviazgo, pero ese momento jamás llegó; sus últimas esperanzas se desvanecieron cuando terminó la universidad aquel día tan memorable en que se recibió del instituto Enrique Mesta como licenciado en Literatura.
Tanto Sara como Enrique jamás sospecharon que su preciado hijo, el unigénito de sus entrañas, tuviera pesadillas durante la noche. Nunca pensaron que se levantaba de repente en la madrugada para sollozar sus equívocos gustos. Miraba con atrocidad la posición erecta de su virilidad. En un estado de desesperación, intentaba bajarlo con ambas manos; pero ésta volvía a erguirse inmediatamente. Soñaba hombres desnudos. Soñaba a sus amigos con ajuares ceñidos. Aquellas imágenes tan detalladas acrecentaban un morbo que para él era incontrolable. Estaba que se moría de las ganas por deslizar las zarpas dentro de sus pantaloncillos y descubrir la esencia de la vergüenza, las razones de su pudor. Tan pronto advertía que las formas de su extrapolación eran evidenciadas y que el espacio no era suficiente, se ahogaba entre gemidos sordos. La excitación era poderosa. La ausencia de la tranquilidad era remplazada directamente por fuegos contaminados. Todas esas noches en las que exploraba las zonas más íntimas de su cuerpo, deshaciéndose paulatinamente de su camiseta para dormir, deslizando sus calzoncillos para poder abrir los muslos y permitir que la frescura del aire susurrara en los pliegues acalorados de sus caderas, expulsando las gotas de la verdad hasta escurrirse sobre las sábanas, abrazar la almohada y fingir el consuelo de la fantasía y el jolgorio sexual, lo acorralaban en yermos infernales de su cerebro. Al paso del tiempo fue convenciéndose de que sus dedos eran mágicos. Con la práctica fueron adquiriendo esa gracia innata que lo hacía olvidarse de lo natural. Era como un vicio, una vía de escape. Cuando las luces se iban, estando completamente desnudo, se ponía boca abajo y levantaba la cadera para violentarse a sí mismo. No tenía idea de los origines de su fuerza, pero de alguna manera alcanzaba el final del camino. En esos momentos no estaba al tanto de la profundidad de su cuerpo. Blanqueaba los ojos durante el viaje. Sus piernas temblaban ante la calidez del vacío abandonando su cuerpo. El placer lo declaraba culpable por la impureza y el desagravio de su masculinidad que se estaba desmoronando a cada segundo.
¿Cómo iba a enfrentar a su familia? No, esa no era la pregunta correcta. ¿Cómo iba a enfrentar a su padre? ¿Con qué cara se pondría delante de él para declararle sus ufanías? A su padre, un hombre que, antes de posicionarse en el stand-up religioso, presumía de haber estado con muchas mujeres; un exmilitar que aprendió las pautas de lo que significaba ser un hombre auténtico y enajenado de los defectos. Por lo mismo, Enrique era quien le preocupaba más, no su madre. No quería imaginar la magnitud de sus correctivos. El sólo imaginar que lo haría desalojar su casa y despedirlo aun sin poder valerse por sí mismo le erizaba el pelaje. Lo único que estaba a su alcance eran las sábanas de su cama. Esa coraza mullida aprueba de balas capaz de absorber la tristeza y las más fieras decepciones. Tenía una lámpara de escritorio que a veces encendía para escribir largas cartas en sus cuadernos. Eran tesoros, un reflejo de su personalidad escrita con sangre, la tinta que jamás logra borrarse por completo. Cientos de páginas redactadas de principio a fin con trazos ininteligibles, en un lenguaje codificado que sólo Ángelo era capaz de desmenuzar. El canino estaba consciente de que su madre lo espiaba. No porque deseara descubrir su sexualidad, sino porque mostraba interés en su inteligencia. La agradaba quedarse maravillada ante las locuras de su hijo, un genio con el armamento adecuado para adueñarse de la tierra y señorear el mundo. Al abrir sus libretas, sonreía. Anhelaba poder descifrar todos esos garabatos y poner a prueba su capacidad; desquebrajar ese rompecabezas simbólico que había creado. Pero en el fondo ella no quería hacerlo realmente. Su hijo era un prodigio. ¿Qué ayuda podría llegar a necesitar un muchacho con la cabida necesaria para resolverlo todo? ¿Qué clase de dudas podría tener? ¿Qué preguntas no podría contestar por él mismo? No quería interferir en su crecimiento intelectual. Por eso mismo dejaba que su personalidad se manifestara sin óbices. Alguien con sus habilidades sería incapaz de tomar decisiones equivocadas. Ella estaba segura de que el mundo lo iba a recibir con los brazos abiertos. Pronto estaría listo para enfrentar a la vida por el camino correcto. Era afortunada por haberlo educado, al igual que Enrique.
Estaban orgullosos de lo que habían hecho.
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Borro el viejo mapa de catástrofes.
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Todas las sensaciones
General FictionUn prodigioso estudiante de Literatura se ve envuelto en una serie de infortunios sexuales que le impiden desarrollarse oportunamente ante la sociedad que lo rodea.