Capítulo 16

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Esa noche, Ángelo tuvo dificultades para dormir. El recuerdo de lo que había visto en la discoteca bloqueaba su travesía hacia el sueño profundo, a la última etapa del sopor y la parsimonia. Después de haber visitado la cueva de la promiscuidad, Daniel lo presentó ante otros hombres que también estaban casados. Fueron amables y respondieron a todas sus inquietudes. Se veían contentos, relajados. Para ellos no había ninguna otra responsabilidad que no fuera pasarla en grande y disfrutar de una velada amistosa. Aunque de vez en cuando se tomaban el tiempo para satisfacer sus necesidades naturales ya sea en un motel cercano o en la parte final del inmueble. El canino yacía desnudo entre las sábanas de su cama. Estaba despierto. La luz traslúcida de la ventana opacaba su rostro. Aquel brillo confuso de sus ojos delataba la visión de sus conclusiones. Lo entristecía saber que miles de hombres desventurados debían enfrentar todos los días la culpabilidad de su indecisión. Lo que menos quería era recurrir a la clandestinidad para adueñarse de esa plenitud que le correspondía por derecho propio. ¿Qué sería de la vida sin la oportunidad de gozar sus bienaventuranzas? Ser consciente de los placeres legítimos que el organismo exigía regularmente. Sería injusto ser privado de ellos por incógnitas tan... inverosímiles. Por disyuntivas ajenas. Con todo y que Ángelo no desatendía tópicos tan importantes como los que se acaban de mencionar, eso no era lo que encausaba el temblor de sus manos. No. Era Tomás quien se hallaba detrás de su temperamento. Al recrearlo en sus pensamientos, aquella inquietud que lo orilló a realizar sus investigaciones desaparecía sin dejar rastro y daba lugar al deseo furtivo, a la sed por lo incorrecto; querer experimentar la dicha de la inmoralidad y relamerse en compañía de sus semejantes. Semejantes como Tomás, a quien invitó a cenar después del trabajo al Kingans que estaba en el bulevar Independencia.

—Así que fuiste a El Cole —dijo pícaro—. El espectáculo que seguramente encontraste allí, ¿no?

—Vi muchas cosas —respondió limpiándose el hocico con una servilleta—, y me enteré también de muchas otras más...

—¿Ya te sientes más tranquilo?

Ángelo asintió.

—Lo estoy —acodó los brazos sobre la mesa y lo miró con sumo interés—. ¿Aún quieres estar conmigo?

—Obviamente —levantó la mano para llamar al mesero—. ¡Disculpe! ¿Nos puede traer la cuenta? Por favor.

Luego de haberse devorado con la mirada por unos instantes, la cabra lo preguntó:

«¿A dónde iremos ahora?»

El canino recibió la cuenta del mesero y pagó con su tarjeta de débito. Una vez solos, lo respondió:

—A un hotel, claro.

No hizo falta un plan elaborado. No hizo falta palabrería. No hizo falta ninguna dinámica, sino solamente el silencio en su salida hasta el parqueadero. La sensación hermética en el automóvil de Ángelo. El subwoofer de la música a volumen bajo. Sus manos entrelazadas hasta llegar al pórtico. Los besos apasionados en el elevador. El desabrigo originado entre caricias y toqueteos dentro de la habitación. El peso de sus cuerpos sobre el edredón. Sus gemidos lejanos y apasionantes entre la movida y la exploración. El dolor y el ardor compaginándose con aquel efecto sombrío que reposaba sobre los restos de su viril e inquebrantable orgullo. El olor de su sudor por el desempeño prohibido. Las dulces respiraciones que simbolizaban el cansancio honesto. El producto de la reciprocidad sexual y la sincronización. Fueron ocho meses de romance furtivo. Tomás y Ángelo vivieron la mejor época gracias al compromiso que fundaron aquella noche en el restaurante. Todo englobaba un acuerdo mutuo, funcional entre ambas partes. Sin embargo, hubo ocasiones en las que no deseaban ser violentados y preferían el sosiego y la salud de la compañía. Días en los que Tomás solamente quería oírlo leer sus ensayos y convencerse cada vez más de su talento innato para la redacción; ver una película juntos o sólo tomar una siesta para reposar del trabajo. Su esposa no tuvo idea de lo que estaba pasando. Lo único que notaba en Tomás era una actitud más animosa hacia con ella. La abrazaba y la besaba. Le complacía el capricho más insignificante que se le pudiera ocurrir. La invitaba a salir los fines de semana y la escuchaba con más atención durante sus conversaciones. Tomás era un buen esposo, pero estaba claro que su relación había tenido un renacimiento. No quiso saber el origen de ese fuego. Sólo quiso disfrutarlo.

A pesar de la dicha que celebraron a lo largo de su romance, los dos sabían que no duraría para siempre. Así que acordaron beber una copa de vino en su despedida. Ángelo fue consciente de que la cabra no iba a abandonar a su familia bajo ninguna circunstancia, ni siquiera por él. El canino concluyó entonces que eso convertía a Tomás en un hombre de bien. Cuando le avisaron al bovino sobre su traslado a Nuevo León para ocupar un mejor puesto de trabajo, supieron que había llegado el momento del adiós. Su conversación se redujo a la remembranza de aquellas noches apasionantes que vivieron entre los dos. Satisfechos por lo que habían hablado, y después de haber brindado por la suerte del otro, Ángelo no volvió a saber de él en toda su vida.

 Estos acontecimientos hicieron que la confianza de Ángelo aumentara considerablemente. De no haber sido por Tomás y lo que le enseñó sobre la esfera homosexual que estuvo frente a sus ojos todo este tiempo, en combinación con lo que investigó para escribir sus ensayos, nunca hubiera tenido la iniciativa para salir con otros chicos y descubrir que el mundo no era tan malo como se lo habían instado sus padres con su verborrea religiosa e insignificante. Sus estudios en Literatura lo ayudaron a escribir mejor en su camino hacia la iluminación, siendo la cumbre de este la confesión a sus padres de su homosexualidad. Hubo lágrimas y feroces desprecios; pero Ángelo, tras haber sobrevivido el tormento de la reprensión propia por más de doce años, había reforzado el peto de la avidez, el yelmo de la sensatez y los escarpes de la clarividencia. No le importó lo que le dijeron aquella noche. Su conciencia ya estaba cauterizada.

Por una vez en su vida, el destino lo permitió saborear el triunfo. Al menos por un corto periodo de tiempo.

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