Capítulo 17

28 1 0
                                    

El asombro vino a ser reemplazado por lujurias insanas. Lo único en lo que pensaba era en ese sabor prohibido enturbiado de insensatez. Se trataba de un vicio que lo hacía revisar la pantalla de su teléfono cada cinco segundos por si recibía un mensaje de invitación para un encuentro casual. El efecto era desgarrador. La sensación del vacío transformó su apacibilidad en un desvarío de emociones alborotadas que le robaban el equilibrio. Su estómago era incapaz de digerir todas las mariposas. El perpetuo hormigueo de sus intestinos hacía que sufriera de escalofríos en momentos intempestivos. No quería admitirlo, pero Ángelo había perdido el camino. Tan pronto se fue Tomás, entró en pánico. Se dio cuenta de que no había nadie que lo asesorara en el apogeo tardío de su sexualidad. Su desesperación no le permitía actuar apropiadamente. Creyó que un demonio lo atormentaba. Mucho tiempo después, luego de haber iniciado su relación con Dustin, el oso pardo, después de aquella terrible discusión en su apartamento, comprendió que aquel ente no era Belcebú ni su ángel de la guarda protegiéndolo de la perversión sexual, sino falta de claridad, la traición de su propio pensamiento. Lo que debería haber hecho desde un principio era ceder, dejar de luchar y desmayarse en su regazo. Descansar. Limpiar la memoria. Vaciar sus recuerdos y reanimarse. Jamás lo supo hasta después de haberse refugiado en el pelaje de Dustin, poseído por un enamoramiento íntegro y honesto, tal y como este último se lo declaró al principio.

Los indicios de su desorden perduraron por dos años consecutivos. De pronto quiso rellenar ese hueco sentimental con el tacto indistinto de algunos hombres que conoció por medio de la aplicación amarilla. Pero lo que obtuvo en cambio no fueron más que náuseas. Una denuncia por parte de su moralidad que lo hacía agarrarse la cabeza y apretar la mandíbula, suspirar pesadamente y sentir lástima por sí mismo. Eso era lo único que le quedaba. Jamás iba a recobrar esa santidad que estaba en equilibrio con el apogeo de su morbosidad. Eso le valió para escribir ensayos y artículos de opinión que imprimía para guardarlos en su archivador y no publicarlos en ningún momento.

Su apartamento era un santuario atiborrado de libros y enciclopedias. Dado que no quería que nadie conociera su vida íntima, se concentraba sin más en satisfacer sus afanes sexuales en otros sitios. Por lo mismo no quería que ningún hombre se quedara a platicar con él. Cuando terminaban, les pedía amablemente que lo dejaran en paz para digerir la acidez de la incomprensión embotada en su cuello al momento de cerrarles la puerta y cortar cualquier contacto con el exterior. Podía recordar los nombres de algunos perfectamente: Álvaro Uriarte, el zorro jarioso que se duchaba de vez en cuando; Francisco Meléndez, el caballo marrón con delirios de grandeza y encarcelado en su propia virilidad; Kevin Ramírez, el xoloitzcuintle exhibicionista y afeminado; y Gerardo Ortiz, el gato siamés jovencito de talla chica, pero con grandes aspiraciones. Fueron ellos quienes lo estimularon para advertir que no se había perdido de nada como se lo hicieron creer sus compañeros de la preparatoria y la universidad. Vino a entender que lo suyo era el recato. ¿Fue necesario visitar esos aposentos inicuos para entender la dolorosa verdad? Sentado en el salón de su casa para leer el libro de Eduardo García, agobiado por las voces en su cabeza que lo recriminaban sin parar, respondió que no. Jamás lo fue. Lamentablemente, Ángelo lo aprendió por las malas. El alivio era indescriptible, aunque el ardor de aquel látigo afilado no desaparecía ni siquiera con las bebidas embriagantes. Jamás habían llamado su atención. Fue por la influencia de Tomás que decidió brindarles una oportunidad a todos sus beneficios fugaces.

Una noche visitó el bar Reforma que estaba en la colonia Cobián. Necesitaba alejarse del ambiente gay para acoger mejor la maraña sentimental que llevaba consigo. Usaba una camiseta blanca, pants beis y tenis casuales claros. Estaba sentado frente a la barra. Las molduras en su espalda por su entrenamiento figuraban un relieve sensual sobre su indumentaria. Había pedido una botella de cerveza Stella Artois. Tocaban música colombiana en vivo que se compaginaba perfectamente con el ambiente dictaminado por la sana distancia. Percibía los ajenos rumores de las otras mesas. Sin embargo, a las diez de la noche, un aire hostil alertó a todos los que estaban dentro del establecimiento. Alguien había entrado en el bar. Su presencia cautivó las miradas de todos los rincones, la vigilancia de la zona central y el asombro de los que estaban al alcance de su mano. Se detuvo bajo el marco de la puerta. La silueta robusta y acuerpada de aquel oso pardo descomunal con porte de cebón vigoroso recortándose sobre el umbral y que vestía ropaje ajustado, impactó en el ambiente como un estallido. Llevaba puesto su cubrebocas negro por los efectos de la pandemia. Miraba el sitio con detenimiento. Su gesto de matón triste espantó los de aquellos que se atrevieron a contemplarlo. El recorrido lo llevó hasta el canino iluminado por una lámpara de techo que pesadamente bebió un par de tragos de su cerveza. No se había dado cuenta de su llegada. El úrsido no quería que notaran lo mucho que le atrajo su físico. Apenas había cruzado la etapa de la negación. Gracias a ello, ahora estaba en el sesgo de la curiosidad. Ese lapso de confusión licuado con la ufanía de la ansiedad por el redescubrimiento varonil.

Todas las sensacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora