Capítulo 6

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Antes de irse, y después de una cena encantadora y agradable, Bárbara le entregó a Ángelo un papel doblado con los temas que iba a investigar para la exposición del jueves. Por un momento creyó que era una cartita de amor. Cuando la loba lo despidió con un beso en la mejilla, estando a solas, lo abrió para descubrir un listado de cuatro apartados y un mensaje en la parte inferior que ponía una advertencia: «Tenlo listo para mañana. Yo me haré cargo de todo.» Ángelo asomó la cabeza por el balcón para ver a Bárbara subirse a un taxi. Recargó las manos sobre el barandal. Bajó la mirada y cerró los ojos. ¿Era necesario mitigar este embrollo en su casa? Bien podría tomar su teléfono y enviarle una explicación al WhatsApp. Pero era un cobarde. Él era la víctima en esto, no Bárbara. Su instinto le recomendaba una ausencia consciente y emocional ante sus impulsos. Lo ideal era que ella cayera en una trampa, aunque dudaba si trampa era la palabra adecuada para referirse a la decepción que pronto iba a sentir. Esa noche no hubo desmedidas. Ángelo estaba recostado sobre las sábanas, desnudo y enajenado del sopor. En cambio, su miembro dormía como si no lo hubiera hecho en años. Lo envidiaba. No tenía un amasijo sexual paralizando sus fantasías. El canino recreaba un escenario en el que Bárbara lloraría sin parar hasta asesinarla en el sótano o ahogarla en el Pámanes. Así nadie se enteraría de lo que pasó entre los dos y su reputación quedaría libre de arrugas.

Sacudió la cabeza y reprendió.

«Estás exagerando...»

Estás exagerando, dice...

Ángelo se levantó temprano para terminar la investigación del proyecto. Para ello, y por órdenes directas del profesor Ledezma, pidió prestados varios libros de química de la biblioteca de la universidad para documentarse. En total había acumulado siete hojas completas de resumen informativo. No le era difícil encontrar las palabras más importantes para evitar lecturas prolongadas. Al imprimirlo, tomó una carpeta de color negro y aseguró el reporte en su interior con un clip. Estaba listo. Lo puso a un costado de la mesa y se levantó de su silla para estirar el cuerpo. Vio el reloj en la pantalla: Las dos menos un cuarto. Tenía tiempo para ordenar su habitación. Eso le recordó que debía avisarle a sus padres. Lo había olvidado. Sus estímulos más básicos apenas volvían de su exilio tras haber acabado la tarea. Por un lado, le daba gusto saber que tenía el resto del fin de semana para descansar; por el otro, desearía que no lo dejaran ir con ella para sortear el bochorno. Pero conociéndolos, lo más seguro era que estarían encantados de que les dijera que iría a ver otra vez a la misma chica de la que les habló anteriormente. Lo mejor sería preparase para enfrentarla y acabar con esta algarabía cuanto antes. Ángelo era sólo un muchacho que quería terminar su carrera sin ningún problema. ¿Por qué hasta ahora tenía que indisponerse con la chica más hermosa de la universidad? Jamás buscó rivalidades, nunca intentó acoplarse a las agresiones verbales de sus compañeros. Siempre mantuvo su distancia.

¿Por qué la vida decidió poner a prueba su paciencia hasta el último momento? No le era lícito. Sí, era descabellado suponer que todo era parte de una broma de mal gusto; cualquier cosa antes que dilucidar sentimientos auténticos por una loba joven de proporciones exactas; lo consolaba asirse de cualquier escenario turbio antes que ir a su casa a violentarla porque intuía que eso era lo que iba a suceder tan pronto le entregara el reporte en sus manos. Ahora sería magnífico que lo llamara para cancelar la reunión. Rogó a la Madre Naturaleza para que los padres de Bárbara tuvieran un terrible accidente y cayeran en coma. Era egoísta, sí; sin embargo, no tenía por qué sentirse culpable por algo fuera de su responsabilidad.

O quizás sí lo era.

Le habría encantado seguir contemplando sus disyuntivas; pero los minutos habían transcurrido y faltaba poco para la hora estipulada. No podía perder más tiempo. Una vez vestido, tomó su cartera y las llaves de la casa. Llevaba el reporte bajo el brazo. Hizo señas para detener un taxi. Una vez dentro, miró el panorama de su recorrido. El cielo estaba despejado. El crepúsculo matizaba confort y vibras auténticas. La viveza que disfrutaban las personas antes de que fueran molidas por motivos relacionados con el romance. La problemática se camufló entre luces de atardecer hasta que se interpuso la tonada sombría de la casa de Bárbara, específicamente el negro opaco del zaguán. Había un timbre. Lo presionó y espero a que lo atendieran. Estaba nervioso. Sin embargo, no había sudor en su frente ni acaloramiento en sus manos. Sólo estaba de pie frente a la puerta, apático. Esa fue la apariencia que cimbró para despejar lo incomodidad de sus piernas, el revoltijo de su barriga.

Creyó que estaría desnuda al momento de recibirlo. No fue así. Llevaba puesta una blusa, pero no traía sostén. No lo necesitaba. Usaba pantaloncillos exageradamente cortos y sandalias.

—Hola, bienvenido —sonreía—. ¿Tuviste problemas para llegar? No es fácil dar con mi casa.

—No pasó nada —respondió tranquilo—. Afortunadamente, el taxista conocía muy bien la zona. Todo bien.

Bárbara se recargó en el marco y cruzó los brazos. Diseccionaba de arriba abajo la distinción de su vestido.

—¿Trajiste la tarea?

Ángelo tomó la carpeta y se la entregó.

—Aquí la tienes. Tiene gráficas, resúmenes y citas bibliográficas. Es un 100 seguro, créeme.

—Impresionante —lo felicitó al terminarlo de revisar—. Yo me encargaré de la exposición. Despreocúpate, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Bastó un momento para que ambos sonrieran en un acometido de mitigar la incomodidad del silencio. La loba permaneció bajo el marco de la entrada con una mano en la cintura, observándolo fijamente. Ángelo era inexperto en estas situaciones. Jamás había salido con una chica. De hecho, nunca había estado con nadie. Era un hombre virgen, extraviado; una persona indecisa y atolondrada. ¿Debería mostrar iniciativa propia? Había un insondable anhelo en los ojos de Bárbara, como si estuviera expectante ante el más mínimo movimiento de su cuerpo.

—Entonces... —dijo el canino guardándose las manos en los bolsillos de su pantalón oscuro, fuera de inquietudes— ¿Qué quieres que haga?

Bárbara se separó del claro y giró el cuerpo hacia el interior de la casa. En el afán de tentarlo con el volumen de sus caderas, respondió:

—Sígueme y te lo diré.

Eso fue lo último que la escuchó decir antes de desvanecerse en la oscuridad.

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