Aquella noche, Ángelo entró en su habitación y se sentó en el pie de la cama. En el camino de regreso, quiso olvidar lo que Bárbara le había dicho, pero no pudo hacerlo. Veía los edificios de la ciudad, a las personas gozando del dulce confort que sólo un sábado en la noche era capaz de brindar. Estaba atolondrado por esta nueva y espantosa dimensión que enfrentaría de su sexualidad. ¿Cuántos de esos hombres podían disfrutar la vida genuinamente? ¿Cuántos de esos hombres consiguieron trabajos excelentes en su campo sin hacer uso de las máscaras? ¿Cuántos estaban siendo honestos consigo mismos? ¿Cuántos de ellos no eran juzgados por las personas? Sin tener la capacidad de responder estas incógnitas, optó por inclinar la cabeza y esperar a que llegara a casa. Una vez dentro, saludó a su madre. Ella le preguntó si tenía hambre, a lo que él respondió que no porque había cenado en casa de su amiga. Después de haberle dicho que quería descansar, cerró la puerta del cuarto. Estando a solas, dio merced a sus preocupaciones para que se apoderaran de su mente. Ángelo simulaba conversaciones, pleitos ficticios en los que enfrentaba a sus adversarios con el poder de la retórica y el discurso fehaciente, aunque no tuviera ninguna prueba a su favor.
Él era un muchacho que iba a ser integrado por primera vez a la sociedad como una persona útil y responsable. Cuando Ángelo le dio el condón sellado a Bárbara, ella pudo habérselo devuelto y aludir al desorden inmoral al que los homosexuales como él estaban acostumbrados; pero reconoció que habría sido una mentira si se lo decía en ese momento, ya que consideraba que Ángelo era alguien decente. Se dio cuenta de ello en el tiempo que estuvo observándolo ávidamente durante la ingeniería. Pudieron aclarar sus asuntos. Fue de una forma poco ortodoxa, pero lo hicieron. Nadie salió herido. La exposición estuvo excepcional y Ángelo por fin se había graduado como ingeniero químico. Sara y Enrique estaban orgullosos de él. Tuvo el reconocimiento al mejor estudiante del ciclo con el promedio más alto posible y fue venerado por el cuerpo escolar con aplausos y alabanzas. Sin embargo, Ángelo estaba desfalleciendo. Quería que lo asesinaran. No iba a soportar un día más la agonía del impostor. Desde aquella noche con Bárbara no había dejado de sentirse mal consigo mismo. El miedo de la confesión no se apartaba de él en ningún momento del día. Le costaba demasiado mirar hacia los ojos de las personas, sonreír sus logros, disfrutar sus lecturas diarias y la redacción de sus epístolas. En una ocasión estuvo un poco menos de una hora y media tratando de escribir por lo menos un párrafo de su diario; pero al final, lo único que hizo fue rayarla con su bolígrafo hasta el final con garabatos, punzándola con brutalidad hasta atravesar varias de sus páginas. No satisfecho con eso, lo tomó con sus manos y la rompió en pedazos.
No quería admitir que Bárbara estaba en lo correcto, pero tenía que hacerlo. Ángelo había leído de grandes mentes que contribuyeron a la civilización, de hombres homosexuales que pudieron sobrevivir a las burlas de los insensibles. Sin embargo, también era cierto que habían sufrido mucho. Eso lo hizo dudar de su necesidad por confesar su sexualidad de una vez por todas. ¿Cómo iba a saberlo si no lo intentaba? ¿Valdría la pena perder la estima de la opinión pública por un gusto culposo? Ya había podido probar un poco de ese ácido cuando se lo dijo a Bárbara. No fue agradable. Suponía que las consecuencias incrementarían hasta convertirse en un fenómeno que no pudiera controlar. Iba a arruinar su vida en vano. La probabilidad era incierta, sí; pero nada le garantizaba que la sociedad lo iba a recibir con los brazos abiertos una vez botara todos sus disfraces. Porque así era la única manera en la que podía estar en paz. Cada domingo en el templo, estando reunido con todos los hermanos de la superstición benevolente, cambiaba el casete de su lenguaje por el del gremio santo del arrepentimiento y la hipocresía. Para él, un chico habituado en la lectura y la práctica de la apariencia permanente, no le resultaba difícil imitar el argot de los bautizados. No sólo eso. En la universidad tampoco fue honesto, ni en la preparatoria. Tenía una máscara para cada ocasión. Eso no era sano.
No dejaba que fuera feliz.
La fotografía de Ángelo con el reconocimiento en sus manos al lado de su familia quedaría archivada en su expediente escolar y decoraría la estancia de la sala por toda la eternidad. Nunca había tenido que fingir una sonrisa tan falsa como la de aquel día. Sara y Enrique estaban felices de sus logros. Esa graduación simbolizaba el desapego definitivo que los absolvería de toda responsabilidad. Por eso era tan importante para ellos que Ángelo tuviera una carrera, para que nadie pudiera señalarlos como pésimos padres. Porque, claro, su salud mental era más importante que la de Ángelo. Jamás habrían permitido que renunciara en medio del ciclo para elegir otra carrera como la de Literatura. No iban a solapar las actitudes de un mediocre. Esa fue una de las razones por las que Ángelo tuvo que concluir sus estudios como ingeniero químico. No quería tener más inconvenientes. Hizo su trabajo, al igual que el fotógrafo que los posicionó correctamente para el disparo definitivo. La universidad cubrió los gastos del enmarcado de la fotografía. Era un molde rústico y elegante de un material parecido a la madera. En la parte inferior ponía una leyenda con tonos de color esmeralda: «Ing. Ángelo Elizalde Martínez. Mejor estudiante de la generación 2007 - 2011 del Instituto Tecnológico de la Ciudad de México.»
Ángelo se detuvo en la sala para mirarla una vez más. Iba vestido con camisa celeste, pantalón de mezclilla azul marino y mocasines casuales de color negro. Llevaba unos documentos de identidad bajo el brazo. Gracias a su labor como practicante en las instalaciones de Lala, logró hacerse de grandes influencias para un excelente puesto de operaciones. Había comenzado a trabajar inmediatamente después de la graduación. Los frutos no demoraron. Consiguió un trato magnífico en un concesionario para la financiación de un coche, el cual estaba utilizando desde hace semanas tanto para uso personal como empresarial. Este vehículo era la herramienta más útil para Ángelo, puesto que facilitaba sus emprendimientos por la ciudad para finiquitar diferentes menesteres, como su inscripción en el Instituto Enrique Mesta, con el fin de concretar el mayor de todos sus sueños: convertirse en un escritor.
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Todas las sensaciones
General FictionUn prodigioso estudiante de Literatura se ve envuelto en una serie de infortunios sexuales que le impiden desarrollarse oportunamente ante la sociedad que lo rodea.