Capítulo 8

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Creyó que sería asesinado. Creyó que la policía hallaría un mazacote rojo y disforme adherido en el suelo por los porrazos feroces de una mujer poseída por el desengaño, por el quebrantamiento de la vergüenza y la sensación imbatible del arrepentimiento. Paso a paso, trastabillando levemente y sin dejar de mirarlo a la cara, Bárbara se quedó fría por la revelación. Ángelo soportó el molde de su torso un par de segundos antes de bajar los hombros y acompañarla en el duelo.

—¿Estás seguro? —dijo sin más. El canino no quiso contradecirla. Tenía la esperanza de que pudiera leer todos sus gestos e interpretar la respuesta correcta—. Me cuesta trabajo creerlo, Ángelo.

—Bárbara...

—¿Acaso quieres incomodarme para que no me acueste contigo?

—Jamás haría algo así —señaló—. Tú me importas. Por eso te lo dije antes de que todo siguiera su curso. ¿Es que no lo pensaste una sola vez después de haberte ignorado tantas veces? ¿No lo hiciste? Respóndeme, por favor.

La loba no podía enfurecerse.

Lo había anticipado.

Lo que la terminó delatando fue el súbito silencio al darle la espalda después de escucharlo. Bárbara caminó hasta el otro lado de la cama y se sentó en la orilla. Las cortinas de la habitación estaban echadas. Lo único que lo ayudaba a distinguirla era el dorado resplandor de su pelaje. Ángelo la miró un par de segundos antes de sentarse a su lado. Estaban desnudos, pero ya no les importaba saberlo.

«¿Por qué lo hiciste?» Ángelo la cuestionó en un tono serio. «¿Cuál era la necesidad de que pasáramos por esto?»

—No lo sé —respondió—. Era cierto lo que te dije sobre que eras diferente, que no eras como otros hombres; pero me negaba a pensar que era porque...

—¿Porque soy gay? —completó la oración a modo de pregunta.

Bárbara lo miró. No se veía contento por ello.

Y no debía estarlo.

—O sea que mi sexualidad oscurece todos mis dones, todos los aspectos buenos de mi persona —cuestionaba afirmando—. ¿Es eso lo que estás pensando ahora?

Bárbara debía meticular sus palabras. Por la naturaleza sombría de su semblante, podía perder el control de su enojo ante cualquier posible disturbio. No iba a hacer a un lado su opinión por ello, lo que cavilaba que eran los hombres y mujeres homosexuales; así que limitó su vocabulario a una frase que concluiría de forma natural esta conversación:

«En lo que a mí concierne, sí.»

El canino retiró el rostro. Haberla oído decir una perspectiva tan incorrecta y controversial hizo que se sintiera incómodo en un lugar en el que dejó de ser bienvenido hace pocos minutos.

—Supongo que todo lo que dijiste sobre mí en el restaurante y en la biblioteca fue parte de tu estratagema para confirmar mi homosexualidad, ¿no? Sólo me usaste —ya no le importaba ser educado con ella. Por eso la preguntó sin siquiera devolverle la mirada.

Bárbara hizo de las suyas para mostrar una pizca de misericordia y que su respuesta no lo hiriera otra vez.

—Tenía esperanza de que no lo fueras, Ángelo. Por eso te invité a salir.

—¿Por qué no me lo preguntaste antes?

—¿Qué habrías sentido si yo hubiera llegado a preguntártelo directamente? Era obvio que ni tú mismo estabas listo para aceptarlo. Y no fue hasta un momento antes de que nos acostáramos que te diste cuenta de que verdaderamente no te gustan las mujeres.

—¿Estás diciendo que debo agradecerte por esto?

—Lo que estoy diciendo es que trates de verle el lado positivo.

—¿Cómo quieres que haga eso? —Ángelo se puso de pie, exasperado— Si la persona que me está diciendo que no podré llegar a ser nadie en la vida por mi sexualidad eres tú. Quieres que lo acepte cuando ni tú misma crees en lo que me estás aconsejando.

—No interesa. Tarde o temprano lo harás —le dijo en el momento que Ángelo estaba vistiéndose—. No importa lo que quieras alcanzar como persona, como profesionista: Mientras seas gay, preferirán a quien no lo sea por obvias razones.

Hizo un mohín al terminar de abrochar su camisa, fastidiado por sus argumentos.

—No me quedaré aquí a escuchar sarta de estupideces —replicó al ponerse los zapatos.

—Sólo piénsalo, Ángelo —le dijo al ver que se dirigía hacia la puerta—. Mira todo lo que has logrado como estudiante, en toda tu carrera como joven adulto por haberlo mantenido en secreto...

Sostuvo la perilla, consternándose lentamente por sus observaciones. La vio por encima del hombro. Sus ojos eran como vidrios húmedos. Su postura parecía lo bastante lógica para temer por su vida.

—No sabes nada sobre mí —respondió.

—He tenido el tiempo suficiente para formular mis propias conjeturas.

—Ah, ¿en serio? —se acercó a ella— ¿Anticipabas que trajera esto conmigo?

De pronto metió la mano en el bolsillo posterior izquierdo de su pantalón y le enseñó un condón que todavía no había sido abierto. Bárbara quedó anonadada cuando Ángelo se lo entregó en sus manos.

—Quédatelo —dio media vuelta y avanzó hasta a la puerta—. Quizá te sirva más adelante...

La loba dejó que se fuera. Una vez sola, miró el condón sellado. Le costó trabajo entender que estuvo dispuesto a irse a la cama con ella, al menos en el momento que fue a la farmacia a comprar el paquete. Si sabía que iba a detenerse justo antes, ¿por qué lo compró?

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